La fuerza de la lengua
¡Oh lamentables ruinas de la desdichada Nicosia,
apenas enjutas de la sangre de vuestros valerosos y mal afortunados defensores!
Si como carecéis de sentido, le tuviérades ahora, en esta soledad donde
estamos, pudiéramos lamentar juntas nuestras desgracias, y quizá el haber
hallado compañía en ellas aliviara nuestro tormento.
El amante
liberal, Miguel de Cervantes Saavedra
****
Se
vale to’ en ese sándwich de salchicha
Se
vale to’ aunque pasen con ficha
Se
vale to’ morena, trigüeñita o jincha
Se
vale to’
Se
vale to’
Se vale To-To, Calle 13
****
Nat
nwajob ’ eej
(Te amo en lengua maya Tz’tujiil)
¿Qué es la lengua? No me
refiero a la definición que está en los diccionarios o la que ofrece la Real
Academia Española. Tampoco pienso necesariamente en el español, el segundo
idioma más hablado después del chino mandarín y el segundo más empleado para
hacer negocios y enviar tweets después del inglés[1].
La pregunta es, más bien, ¿qué representa en nuestras vidas ese caudal de voces
con el que parcelamos la realidad y construimos el inventario de lo cotidiano?
¿A qué aludimos cuando
hablamos de la diversidad lingüística o de una educación plurilingüe?
¿Por qué el periodista Miguel
Ángel Bastenier invierte gran parte de su tiempo en mostrarnos el uso correcto
del castellano?
¿Cuál es el trasfondo de la
decisión tomada por la UNESCO en 1999 de proclamar el 21 de febrero como Día
Internacional de la Lengua Materna?
Y más aún, ¿por qué también un
21 de febrero, pero de 1952, un grupo de estudiantes decidió salir a las calles
y jugarse la vida para defender su derecho a expresarse en bengalí y no en
urdú, en aquél entonces la única lengua reconocida como oficial por el gobierno
de Pakistán?
La lengua, no la que está en
papel sino la que vive con nosotros y que es fuente inagotable de creaciones,
bien merece una reflexión que primero se antoja individual y después colectiva,
tal como sucede con la búsqueda de la identidad. Alejémonos por un momento de
los rigurosos esquemas del “bien decir” (que en ocasiones terminan convirtiendo
nuestro idioma en uno completamente desconocido), para ir al otro lado de la
orilla donde descansa esa lengua que nos hace sentir menos solos, que se
solidariza con nuestros anhelos y que le da respaldo legítimo a los pueblos.
Actualmente los seres humanos experimentamos
una soberbia necesidad (directamente proporcional al tamaño de nuestra soledad),
de reafirmar lo incomparables que somos y distinguirnos del resto; sin embargo,
esto no lo aplicamos por igual a las lenguas, patrimonio cultural tangible e
intangible, que cada día pierden vitalidad y visibilidad frente a un proceso
globalizador que homogeniza y compacta la imagen que tenemos del mundo, el cual
se ha visto favorecido por la concentración de los medios de comunicación en
unas pocas empresas. Así, resulta que de todos los contenidos alojados en la
red, solo el 5 por ciento está en español[2].
Este no es el único caso, en España, 50.7 por ciento de los catalanes utiliza
el castellano habitualmente frente a un 36.3 por ciento que se vale del
catalán, la lengua propia de Cataluña[3].
Ante este panorama, parecería
quimérico afirmar que hoy en día se hablan aproximadamente entre 6000 y 6500
lenguas en todo el planeta[4]
o que en nuestro país existen 68 lenguas indígenas nacionales[5],
pero no lo es. Amuzgo, mixteco, tarasco, zoque, huichol y tsotsil, son ejemplos
de lenguas vivas, habladas por comunidades que forman parte de nuestra
cartografía contemporánea y que, como Faulkner, se niegan a admitir el fin del
hombre. Y es que cuando muere una lengua no solo se pierden palabras, una parte
indispensable de nuestra biografía se va con ellas, como lo expresa Miguel León
Portilla:
Cuando muere una lengua
las cosas divinas,
estrellas, sol y luna;
las cosas humanas,
pensar y sentir,
no se reflejan ya
en ese espejo.
Cuando muere una lengua
todo lo que hay en el mundo,
mares y ríos,
animales y plantas,
ni se piensan, ni pronuncian
con atisbos y sonidos
que no existen ya.
las cosas divinas,
estrellas, sol y luna;
las cosas humanas,
pensar y sentir,
no se reflejan ya
en ese espejo.
Cuando muere una lengua
todo lo que hay en el mundo,
mares y ríos,
animales y plantas,
ni se piensan, ni pronuncian
con atisbos y sonidos
que no existen ya.
Cuando muere una lengua
entonces se cierra
a todos los pueblos del mundo
una ventana, una puerta,
un asomarse
de modo distinto
a cuanto es ser y vida en la tierra.
Cuando muere una lengua,
sus palabras de amor,
entonación de dolor y querencia,
tal vez viejos cantos,
relatos, discursos, plegarias,
nadie, cual fueron,
alcanzará a repetir.
entonces se cierra
a todos los pueblos del mundo
una ventana, una puerta,
un asomarse
de modo distinto
a cuanto es ser y vida en la tierra.
Cuando muere una lengua,
sus palabras de amor,
entonación de dolor y querencia,
tal vez viejos cantos,
relatos, discursos, plegarias,
nadie, cual fueron,
alcanzará a repetir.
Precisamente la fuerza de una
lengua radica en cada uno de sus hablantes que la hacen suya, que la hacemos
nuestra a través de las letras de la música que escuchamos o de los mensajes de
texto que le enviamos a un amigo. La lengua es una de nuestras verdades más
esenciales y está parada en la punta de una frágil y a la vez robusta
estructura: el hombre. De esta forma, una lengua existe mientras se hable,
aunque no sea lo más trendy.
“¿Ya viste a Juan? está hecho un
pelotudo”; “anda hombre, vamos, que solo
nos vemos de higos a brevas”; “si me
disculpan, me voy a echar un motoso”; “se me hace que tú eres de los que prende
el boiler y no se mete a bañar”.
¿Qué es la lengua? Responder
esta pregunta implica revisar a fondo la propia manera de vernos porque la
lengua es todo lo que nos pasa, es la manera en que nombramos lo que somos y
convertimos en premisas lo que pensamos. Es palabra, pero también sentimiento
que libera, que delimita el territorio de lo inherente a uno y que en compañía
de otras lenguas, permite poner el conocimiento en común. Obviamente no se
trata de un monolito inamovible; imposible sería intentar mantenerla en su
estado primitivo. Tampoco es asunto de mirar con desdén aquellas lenguas que
nos son ajenas, pero sí de reconocer que cada una de ellas tiene un valor y una
dignidad para quien las usa. Simple justicia.
Detrás de la lengua está
nuestra propia experiencia y la manera en que andamos por esta Babel gigante que
es la sociedad. Fue justamente por esta razón que el pasado 8 de febrero, bajo
el lema “Polas fillas dos
nosos fillos” (por las
hijas de nuestros hijos), unas 20 mil personas recorrieron las
calles de Santiago de Compostela con el propósito de exigir a la Xunta de
Galicia la implementación de políticas públicas que conlleven a la preservación
y uso del Galego como la lengua oficial que es. “Somos
muchos los gallegos no nacionalistas que queremos sentir nuestra identidad sin exclusión de nadie pero también sin ningún demérito para nosotros”, dijo ese día el exministro Francisco Caamaño
Domínguez.
Las palabras más descabelladas que inventamos, los puntillosos
titulares de la prensa, las expresiones literarias que guardan nuestros libros
de cabecera, ese grito bien familiar para llamarnos a comer, la poesía pintada
en las paredes de la calle, la frase que nos atraviesa la piel cuando lloramos
una despedida. Todo eso está contenido en la lengua y no requiere demasiada
justificación.
Años atrás, en el siglo XX, hubo un niño que estuvo a punto
de ser atropellado por una bicicleta, de no ser por un sacerdote que pasaba y gritó:
¡Cuidado! El ciclista cayó al suelo y
el cura le dijo al niño “¿Ya vio lo que
es el poder la palabra?”. Ese fue el día en que Gabriel García Márquez descubrió
que la fuerza de cualquier lengua subyace, no en la cantidad de transacciones
comerciales que a través de ella se realizan, no en la gramática o en su sintaxis
y no en los célebres discursos de quienes ganan el Premio Nobel de Literatura, sino
en cada una de las palabras que, como el Gabo niño, alguien reconoce, siente, escribe
y pronuncia.
[3] Fuente: Sondeo quinquenal de la Generalitat 2013.
Sondeo realizado a 7500 personas de más de 15 años
[4] Fuente: Instituto Cervantes.
[5] Fuente: Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI)
Hermoso!, gracias por compartir las reflexiones... ojalá pudiéramos conservar las lenguas que utilizan ya muy pocos hablantes en nuestro país..
ResponderEliminarGracias a ti Rocío. Preservar las lenguas depende en gran parte de su transmisión a las nuevas generaciones, así como de la implementación de políticas públicas en materia de derechos lingüísticos. Sin embargo, todos podemos contribuir en algo a su fortalecimiento. ¡Saludos!
EliminarExcelente texto. Gracias por el ameno desarrollo de un tema que parecería trivial pero que en realidad ha sido un deleite leer de principio a fin.
ResponderEliminarMaLeo, darte un tiempo para leer y escribir este comentario tampoco tiene nada de trivial. Lo aprecio y te lo agradezco, saludos.
EliminarFormidable texto, interesantes reflexiones! Toooodo un placer haberte leído! En horabuena y adelante en esta defensa por la lengua madre fuente de identidad! Saludos!!
ResponderEliminarGracias María, disfrutar es bueno pero compartir ese disfrute es doblemente mejor. ¡Saludos!
Eliminargracias por compartir esto tan lindo!!!
ResponderEliminarSaludos Marcia, espero nos sigamos encontrando por aquí.
EliminarEres de esas personas que tienen una manera de decir las cosas que me motiva a seguir leyendo e incluso algunas veces a investigar más...Muchas Gracias
EliminarGracias por leerlo, no dejes de tener curiosidad, es lo que nos mantiene vivos y atentos a la vida, saludos.
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