Distinto amanecer
© G. Serrano
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Distinto
amanecer es una película mexicana de 1943, dirigida por Julio Bracho y
protagonizada por Andrea Palma y Pedro Armendáriz. Recuerdo haber visto esta
cinta en mi adolescencia y quedar hipnotizada con ese rostro -en blanco y
negro- que nunca abandona la tristeza, de mirada que no consigue abarcar el
espacio; el de una mujer que se acepta viva, pero se siente muerta y deja en
quien la observa una tremenda sensación de vacío. La fotografía es de Gabriel Figueroa,
con el guion del propio director y Xavier Villaurrutia, la dupla que mezcla intriga,
corrupción y poder con una historia de amor clásica: agrietada, fugaz como un
soplo, por instantes una cuerda que se estremece, una quemadura, pero, también,
tan delicada como una flor.
La madrugada del 21 al 22 de diciembre, el cómplice con quien vivo desde hace catorce años, me pidió que tomara mi abrigo y me alistara para salir. Eran
las siete menos veinte de la mañana y aún no amanecía. Hacía frío y yo solo
pensaba en dormir. Madrid despabilaba en la oscuridad mientras tomábamos un
café que nos mantenía con los ojos abiertos. Caminamos por las calles cercanas
a la Ronda de Valencia, por el Circo Price y la Casa Encendida. Esta escena se
repitió durante varios minutos: caminar, y tomar café y seguir caminando. Hasta
que pasamos por una calle, no recuerdo cuál, donde él se detuvo a la mitad y me
dijo: “Mira, bonita. Es esto: el
solsticio de invierno”.
El solsticio de invierno, el día más corto y la noche más
larga del año, el “sol quieto”. Y esa sensación de vértigo, de ruptura entre un
antes y un después, similar a la de Julieta (Andrea Palma) en la estación del
tren, justo cuando se encuentra con Octavio (Pedro Armendáriz). La existencia
sucediendo, precisa, llana, ofensivamente hermosa; el momento alterado por una
imagen que crispa el espíritu, todo mi universo detenido en medio de dos aceras,
tal como lo capturó Figueroa en el cuadro final. Distinto amanecer, sin duda,
pero no el filme, sino la vida real donde al regresar a casa me topé con un
bulto humano, con un hombre durmiendo en el piso, en el cubo de las escaleras. Un
mundo en el que “más de la mitad de los inmigrantes que viven en España está
bajo el umbral de la pobreza”, esto de acuerdo con datos de la Unión General de
Trabajadores (UGT). Uno globalizado y desigual, de muerte y destrucción
imperantes.
Sí, pero también de solsticios que nos trasladan al pasado y
nos regresan al presente para corroborar el asombro de la escritora Wislawa
Szymborska en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, en
1996:
“El
mundo, a pesar de cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su
inmensidad y nuestra impotencia ante él, amargados por su indiferencia frente a
los sufrimientos particulares de la gente, de los animales y tal vez de las
plantas -ya que ¿de dónde proviene la certeza de que las plantas están libres
de sufrimientos?; a pesar de cualquier cosa que pensemos sobre sus espacios
atravesados por la radiación de las estrellas, alrededor de las cuales se
empieza a descubrir algunos planetas -¿ya muertos?, ¿todavía muertos?, no se
sabe-; a pesar de cualquier cosa que pensáramos sobre este teatro inmenso, para
el cual tenemos un billete de entrada pero su vigencia es ridículamente corta,
limitada por dos fechas decisivas; a pesar de no sé qué cosa más que pudiéramos
pensar sobre este mundo: es asombroso”.
© G. Serrano
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