El chiste y El Chapo




Leí el relato de un joven que se avergüenza de sí mismo porque en cierta conversación con su jefe, este hace un comentario tremendamente machista y él, temiendo comprometer su empleo, decide secundar el chiste con una risa disimulada de la que más tarde se arrepiente. Una risa que, además, lo hace sentir patético. Igual me sucedió tras saber de la recaptura de Joaquín “El Chapo” Guzmán, cabeza de la organización criminal El Cártel de Sinaloa, y haber leído los satíricos mensajes que como diente de león en el jardín comenzaron a desperdigarse por las redes sociales. Claro que me causaron gracia y claro que mi risa pareció, en el momento, una exaltación, un canto elevado en honor del ciudadano sensato y lúcido que percibe el engaño, el cinismo de un gobierno y de un telepresidente, cuya capacidad de gestión la prensa internacional ha puesto en duda más de una ocasión en lo que va del sexenio, señalado -entre otros temas- por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa y la constante caída del peso frente al dólar. 

Así que solté la carcajada con la etiqueta #FiccionCumplida y luego con las distintas imágenes del narcotraficante más buscado, las que sirvieron de base para inmejorables memes, esas unidades culturales -punzantes y humorísticas- que son replicadas dentro de internet como los pasos de la “Macarena” o de “Payaso de Rodeo” y que, dicen los especialistas en comunicación, pueden o no, llevar implícito un proceso de significación profunda. El asunto es que me reí, pero la algarabía duró lo que un cerillo encendido porque después apareció, ante mis ojos, la aguda narrativa de una escritora que describe personas y escenarios con la honestidad indispensable para generar textos magníficos que se quedan impresos cual xilografía en la mente de quien los lee y que a mí, en lo particular, me hicieron recordar que el buen periodista se auto-cuestiona antes que cuestionar la realidad, antes que reírse del meme y re-publicar un tweet de otro usuario para que sus seguidores lo lean.

Ella es así, por eso se abocó a “pensar la muerte como el gran misterio de la vida”. Por eso se preguntó “¿con qué palabras transmitir lo que oigo?” y también, por eso, se dedicó a “extraer palabras del interior” y no de otros autores ni de los periódicos para convertirse en una retratista de la vida diaria, en una lectora de voces que escucha el alma de sus entrevistados. Y quizás porque fue “una chica de libros”, es capaz de recordar, citar y comprender el espesor de esta frase de Dostoievski: “¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al humano dentro de ti?”. No es poeta, pero su pluma aguijonea como la poesía. Tampoco es activista, pero sus letras son en esencia revolucionarias y, sin ser psicoanalista, hurga con sutileza en las cavernas de los corazones y nos revela el sentimiento colectivo que subyace en el individual. Una periodista que duda siempre, que al terminar su reporteo se interpela con severidad tratando de responder “¿para qué ha sido esto?” y que, en consecuencia, escribe como hija de Poseidón sobre lo sencillo, lo humano y lo anónimo.


Entiendo que la tecnología conlleva el surgimiento de nuevos discursos y de nuevos lenguajes, y que una sociedad tan desigual, convulsionada por la violencia, requiere de acciones catárticas que le permitan manifestar su legítimo hartazgo, su repudio a un sistema político debilitado por la corrupción y gastado por la impunidad. Sin embargo, cuando se tiene en las manos o en la pantalla un libro que entra en la categoría de necesario como “La guerra no tiene rostro de mujer” (Debate, 2015) de Svetlana Alexiévich, la bielorrusa que en 2015 recibió el Premio Nobel de Literatura, uno comprende que el oficio periodístico se trata de otra cosa y, solo entonces, uno se da cuenta que hacerla de guasón y ser chacotero o sarcástico es fácil, pero adentrarse en la soledad del hombre o el silencio de las mujeres o la nostalgia del pequeño paraíso cotidiano que destruyó una guerra para relatarlos, es un trabajo superior que solo unos cuantos pueden hacer. Ese es el verdadero chiste. Ahí radica la diferencia entre mofarse o no del dicho del director en la oficina y, reconozcámoslo, entre el periodismo que trasciende y todo lo demás. 

Artículo publicado originalmente en Homozapping el 10 de enero de 2016.

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