Bitácora del barrio 68: Ciudad infancia
Ilustración de Mario Rosales Arredondo. Exposición Museo ABC, Madrid 2019. Foto: G. Serrano |
Chuches, caramelos, gelatinas, chicles, huevos y monedas de chocolate, galletas de dinosaurio, gominolas de fresa, pintalenguas, bastones de navidad, arroz inflado, pipas, almendras tostadas, habas fritas, bocaditos, piruletas, cuerdas de cereza, chupas, tico tico, pica pica, regaliz, juguetes, cromos, globos de cumpleaños —incluso variantes. Y, de pronto, la visión clarísima de mi abuelo tomándome de la mano para cruzar la calle. Mi abuelo y yo entrando en aquella tienda para comprar las bolsas de golosinas que después se encargaría de guardar con recelo en el librero de su sala. La casa con jardín en la que tantas veces corrí con el desenfreno de un animal salvaje persiguiendo a cualquiera de mis primos. El maletín de médico que recibí cierto día de Los Reyes Magos. Las manzanas asadas al horno de mi abuela. Los mimos de mis tías que me hacían sentir como princesa. Nuestras miradas cómplices. Nuestras sonrisas cómplices. O, lo que es lo mismo, ese paraíso de alegría cotidiana, inconsciente y en apariencia inagotable, que juntos construimos.
Dicen que su objeto social es “Comercio
al por menor de pan, pastelería, confitería y similares y de leche y productos
lácteos”. En realidad, Comercial Beysa
S.A. es mucho más que eso. La tarde que caminaba por la calle de Juan Duque y
me detuve en la tienda para curiosear, desde la entrada reconocí el olor a
infancia almacenado en sus estantes atiborrados de mercancía. Y entonces volví
a los diez como Violeta Parra a los diecisiete. Y concebí esta ciudad como el
más extenso de los libros que en cada esquina narra quiénes somos, pero además
quiénes fuimos. Y en mi cabeza desempolvé estos versos de Francisco Luis
Bernárdez: “…lo que el árbol tiene de
florido vive de lo que tiene sepultado”. Y aquella canción ingenua de
Francisco Gabilondo Soler que dice:
Toma el llavero abuelita y enséñame tu ropero,
con cosas maravillosas y tan hermosas que guardas tú.
Toma el llavero abuelita y enséñame tu ropero,
prometo estarme quieto y no tocar lo que saques tú.
¡Ah qué bonita espada de mi abuelito el coronel!
Deja que me la ponga y entonces dime si así era él.
Dame la muñequita de grandes ojos color de mar
y deja que le pregunte a qué jugaba con mi mamá.
Escucha la canción
Luego pensé en el artículo del
chef Andoni Luis Aduriz —Paladar Inteligente, El
País— en el que se pregunta cómo afectará la inteligencia artificial
a nuestro cerebro, pues “el contrasentido viene del hecho de que todo ese
conocimiento surgido de la complejidad revierte a la sociedad en forma de
simplificación”. Porque “ya no es
necesario, como sucedía hace algunos años, memorizar números de teléfono de
restaurantes, nombres de calles, rutas o fechas señaladas”. Porque “ahora las computadoras de bolsillo nos
anticipan el clima que va a hacer, nos recuerdan el cumpleaños de un compañero
de trabajo o el tiempo necesario para llegar al almuerzo, atendiendo al tráfico
existente”.
Sin embargo, ahora que tanto se
habla de la cuarta revolución: la Internet, el big data, el blockchain, la
fusión entre tecnologías. Y ahora que la felicidad, más que una búsqueda
permanente se ha convertido en un producto de consumo, es cuando me pregunto si
deberíamos aferrarnos a las cuestiones primordiales. Como Javier Sampedro, que
en otro texto —publicado por el mismo diario— nos recuerda lo asombroso que es
el sentido del olfato. En mi caso, ese día no dudé en permanecer ahí, oliendo
el aroma de treinta años atrás mientras desmenuzaba esta frase de Graham Green:
"El mejor olor: el del pan; el
mejor sabor: el de la sal; el mejor amor: el de los niños".
Artículo publicado en el número 68 de NHU, el periódico del barrio:
Un nuevo estudio llama a la vía de la concienciación para salvar a los periódicos locales.
El aroma del chocolate negro
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