Elogio de la lentitud




Carl Honoré es un joven periodista canadiense, autor del best seller internacional Elogio de la lentitud: un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad (2004). Una provocación que parece imposible de lograr cuando desde el mes de octubre los centros comerciales ya se han llenado de artículos que nos recuerdan lo próximo de la Navidad, el Año Nuevo y el Día de Reyes. Así que todos tenemos prisa y nos enganchamos en una carrera vertiginosa por terminar los asuntos pendientes en el trabajo, asistir puntualmente a los brindis navideños, comprar regalos para amigos y familiares y llegar, al borde de la extenuación, a celebrar con tamales y atole La Candelaria, sin evitar -por supuesto- pensar en cuál será el lugar menos abarrotado para festejar el Día del Amor y la Amistad.

Cada aspecto de nuestra vida está infiltrado por el desasosiego que genera el ser veloz, aunque eso no necesariamente implique sentirse bien. No obstante, prontitud, celeridad y rapidez, son lo exigible para enviar un tweet, para alcanzar la luz verde del semáforo o para abultar el currículum vitae. Nadie quiere permanecer atorado en el tráfico ni quedar rezagado en la competencia de la vida. Y como el conejo blanco en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, nos repetimos obsesionados «¡Ay Dios! ¡Ay Dios! ¡Voy a llegar tarde!» porque este cronómetro global es el enorme Goliat a vencer y porque nuestra mente está demasiado sometida a los estímulos inmediatos para enterarse o para recordar que Wittgenstein dijo: »El saludo entre filósofos debería ser: ¡Date tiempo!«. 

Y sin embargo, hoy escribo estas líneas con la lentitud del filósofo que se acerca a los márgenes del río para escuchar en silencio el murmullo del agua. Con la lentitud del cronista que camina una calle intentando narrar de París o de la Ciudad de México aquello que aún no se ha escrito. Con la lentitud del enamorado que vive con el reloj detenido en ese último beso que le hizo temblar. Con la lentitud que exige de un padre la vocación para leer a su hijo un cuento. Y con esa misma lentitud les diré que hay algo de melancólico, consumista, cíclico, sombrío, festivo, pagano, divertido, frívolo, esperanzador y lento en la Navidad, que me gusta. Sé que sobreviven en mi pensamiento ciertas Navidades memorables, pero en estos momentos no consigo revivir alguna; tan solo me concentro en la actual y en el menester de hacer una pausa dejando de lado el apuro de todos los días. Así de elemental.

Estar para escuchar. Para darse cuenta que no se es inmortal y por eso habría que viajar más o quizás viajar menos. O ver más a menudo a los amigos o dejar de ver a ciertas personas, o separarse de la pareja actual y ser lo suficientemente soberbio para creer que ahí afuera hay alguien más a quien podría gustarle una vida a nuestro lado. O intentar comprender el dolor ajeno y asumir el propio. O leer más libros, ver mejor cine, ir por primera ocasión a una galería y volver a oler de mañana “el santo olor de la panadería”. Estar para dialogar. Para encontrarse y verse reflejado en los ojos del otro. O para hablar de las Navidades lejanas y decir en voz alta el verso de Alejandra Pizarnik “Mi infancia y su perfume de pájaro acariciado”, o para tararear la canción de Nacho Vegas declarando que no llegará la revolución “si no hay una botella con la que brindar por las cosas que vamos a recuperar. Si no hay una canción que se quede en los labios… si no hay sangre bombeando en nuestros corazones…” en fin, “sin vino, cantares y amor”.

Lentitud para escribir como si realmente hubiera algo significativo que manifestar. Y para vivir como si se tratara de un asunto inaplazable. Porque nadie es inmortal ni el conejo de un cuento ni un motor eléctrico, sino humildes individuos, “la consecuencia de una vida y de una forma de concebir las cosas”, dice Silvio Rodríguez. Seres humanos con la necesidad de cohesionarse y nutrir el espíritu con otra cosa que no sea refresco y que sugiera que esto se trata de arriesgarse a experimentar el asombro que encierra la existencia. Quizás la suma de todo lo dicho representa una parte de lo que perturba a algunas personas y les provoca que abominen las fiestas decembrinas. Ese obligarse a poner el freno, a revisar el automóvil y lo hecho en el año antes de emprender el viaje. Ese permanecer física y terriblemente juntos, observando por la ventana el correr de una tarde invernal, esperando a que el pavo salga del horno y a que suenen las doce campanadas para zamparse, una a una, las doce uvas. Ese desocuparse, desacelerar, ir lento en un mundo que gira apresurado y en el que todo es tan breve como un WhatsApp. 

Pero también están quienes desprecian la brevedad, el acortamiento de hallarse, de permanecer, y por ello se han dado a la tarea de promover la comida lenta frente a la que se vende en cajitas, el cultivo de hortalizas orgánicas frente a la compra de alimentos congelados en el supermercado y el uso de la bicicleta frente al de los vehículos motorizados. Son los morosos actuales, como Carl Honoré y los que, como Alberti, aún se sientan a ver el viento en la tarde del Aniene. Son los que se detienen un minuto y hacen clic en las crónicas de Periodistas de a Pie sobre la XI Caravana de Madres Centroamericanas o en aquel artículo de El País en el que se argumenta por qué habría que salvar a una institución como El Ateneo Español en México. Por ellos alzaré mi copa y brindaré esta Nochebuena y el último día de 2015. Será mi forma de agradecerles que nos entrenen en el quehacer de la espera, en el arte del disfrute y en el pisar suavemente cuando -tal como sugiere Yeats- lo que se pisa son los sueños. Un elogio de la lentitud, en esta Navidad. Salud. 

Artículo originalmente publicado el 19 de diciembre en Homozapping.

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