El color de la pitaya

Yucatán, México © G. Serrano.

El color de la pitaya


“Nostalgia y melancolía son sordas, pelean contra la razón,
caminan por otros senderos y hablan otro idioma”, Arnoldo Kraus


Pese a encontrarnos en tiempo de canícula, la noche estaba fresca y la brisa soplaba lo suficiente para alejar por un rato a los mosquitos; eso, y el encontrarnos en plena temporada vacacional, hizo que las calles del centro se llenaran de gente, todos cabíamos: el modesto vendedor de dulces típicos, el turista nacional proveniente de ciudades tan lejanas como Monterrey, los extranjeros cuyos cruceros recién habían llegado al puerto y los vecinos del barrio que, empujados por una persistente nostalgia, acuden fielmente cada jueves a escuchar a sus trovadores.

Y como siempre ahí estaba él, con esa delgadez que resalta su porte de gentil caballero, vestido de forma impecable con el traje clásico del mestizo. Su pausado caminar es inconfundible y su sonrisa, su sonrisa vaya que sabe atraer a la gente. Nuestro primer encuentro fue años atrás y desde entonces siempre que me encontraba en Mérida, disfrutaba escuchar su cálida y elegante voz. Pero en esta ocasión no  dudé en abordarlo, me acerqué lo suficiente para tomarlo del brazo y decirle un discreto "Buenas noches".

Él respondió con la mirada y, un tanto sorprendido, dejó que continuara: "Sólo quiero que sepa lo mucho que atesoro estos momentos que nos regala, a los yucatecos y en particular a nosotros, los que llegamos”. Agradeciendo mi atrevimiento se despidió rápidamente; los ahí reunidos, la orquesta que terminaba de afinar sus instrumentos y su reloj marcando unos minutos para las nueve, le recordaron que la esperada velada estaba por dar inicio y no podría comenzar sin su presencia. Lo vi avanzar presuroso entre la concurrencia rumbo a los portales arqueados, los mismos que a lo largo de medio siglo han sido el marco perfecto para deleitarse con la trova yucateca y que en 1966 tuvieron como invitada especial a la periodista estadounidense Alma Reed, inspiradora de la canción Peregrina.

En punto de la hora comenzó la tradicional serenata en el Parque de Santa Lucía. Los asistentes se esforzaban por sacar el mayor provecho a sus cámaras digitales y teléfonos celulares, en pos de capturar la mejor imagen de las mestizas bailando la típica jarana; fue entonces que este caballero de tiempos pasados se acercó para ofrecerme un asiento al frente del escenario, mientras la música seguía sonando y las miradas de los presentes comenzaban a llenarse de un brillo cada vez menos frecuente en sociedades como la nuestra, digitalizada, agobiada y sobre todo, adormecida.

Los jóvenes bailarines reventaron los aplausos del público al cerrar su presentación con charola, cuatro vasos y botella de cerveza sobre la cabeza, que hacían girar a ritmo de jarana. La orquesta hizo una pausa y  nuevamente apareció él, para prologar como nadie la breve pero jocosa participación del declamador Sergio Cámara Gurbiel. Al concluir,  mi galante hidalgo prosiguió con la presentación del reconocido cuarteto “Los Juglares” y, dirigiendo su mirada hacia donde me encontraba, micrófono en mano me dedicó la siguiente pieza. No presté mucha atención a los primeros acordes, para entonces mi mente ya estaba ocupada intentando retener cada secuencia de esta escena cargada de singular belleza que decantaba la esencia de lo humano; es decir, reconocerse en el otro. Después de escuchar “El Cumbanchero”, “Sabes una cosa”, “La Malagueña”, “Nunca”, “Me gustas” y claro está, “Peregrina”, las guitarras dejaron de sonar, la serenata había llegado a su fin.

En medio de todo el barullo de una espléndida noche de verano, me encontré de nuevo con el profesor y periodista Antonio Marín Aguilar, quien durante casi tres décadas ha sido maestro de ceremonias de los diversos eventos semanales organizados por el Ayuntamiento de Mérida, una labor asumida con amor. Cierta complicidad nos permitió conversar más relajados. Hombre culto y reservorio de grandes saberes que solo consigue quien en verdad vive el periodismo,  me compartió detalles puntuales acerca de los orígenes de la trova y la jarana yucatecas, de su historia profesional y de personajes tan emblemáticos como los compositores Ricardo Palmerín y Pepe Domínguez. También hizo referencia a Juanita Canché, madre de Armando Manzanero, y Eulalia Casanova, ambas jaraneras precursoras de las suertes de la vaquería.

“¿Sabes el origen del baile que se ejecuta sobre un almud?, ¿Sabes qué es un almud?”, inquisitivo me decía. La noche avanzaba, se hacía tarde, pero ambos ignoramos todos los signos que nos indicaban que la plaza poco a poco se quedaba vacía. Cerca de las once seguíamos conversando hasta que la urgencia de sacar su coche del estacionamiento antes de que éste cerrara, hizo que me tomara del brazo y me pidiera que lo acompañara. Así lo hice.

¡Te lo juro Glorita que así fue! Repetía sin cesar mientras continuaba narrando pasajes de aquella época, en los que también dejaba entrever instantes de su propia vida, fotografías instantáneas de lo que fue y no volverá. Don Antonio ofreció llevarme a mi casa en el Barrio de Santa Ana donde, me dijo, también se ubicaba la casa de sus padres en la que vivió los años de infancia. Subí a su coche, en el asiento trasero estaban extendidas dos guayaberas perfectamente planchadas y almidonadas y un par de sombreros de palma tipo jipijapa que, junto con su rostro arrugado, eran el único indicio de que estaba a lado de un hombre con aura otoñal; todo lo demás, incluyendo su brillante sentido del humor, me insinuaba que en realidad se trataba de un joven cuya atención, corazón y pensamiento se encontraban en total plenitud.

El corto trayecto concluyó y sonrientes ambos nos despedimos. Sin duda el inmenso rompecabezas que es la vida, en esta ocasión me regalaba un encuentro que deja su huella, que ensancha esa cobija de humanidad con la que suelo cubrirme cada noche y que es ya un fragmento de mi biografía personal. Mañana será otro día, pensé. Mañana saldré temprano y seguramente alguno de mis vecinos me dirá “Bueenos días, vaya biem” y cerca del Mercado Lucas de Galvez estarán instalados los improvisados puestos de vendedoras de mangos, aguacates y pitayas.

Si Gabriel García Márquez habló del olor de la guayaba, yo bien podría decir que Mérida, toda, es el color de la pitaya.

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