Decir Tapanco
© G.
Serrano.
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Era de mañana y yo salía de prisa, lo que significa salir sin fijarme, sin observar. Sin observar que el local estaba cerrado y que en la parte superior de la cortina metálica alguien había colocado un letrero, un aviso a la comunidad. Lo noté hasta que aquella señora frenó mi apresurado paso para preguntar por qué razón la carnicería no se encontraba abierta como cada mañana, como siempre. “No alcanzo a leer”, me indicó, y su escasa visión hizo que yo tomara consciencia de mi tremenda miopía, digamos, comunitaria. Ella, que sí sabía lo que yo ignoraba, al notar la ligereza en mi mirada y como intentando justificar su particular zozobra, agregó: “Es que conozco al dueño desde hace muchos años y me extraña que esté cerrada su tienda”.
Después de este mínimo diálogo, en apariencia trivial o insignificante, fue imposible que continuara mi camino con la misma celeridad y ritmo de un maratonista que ansía llegar a la meta. Mi meta, que tan claramente divisaba minutos antes, se esfumó cuando recibí esta sutil lección de cómo se sostiene el entramado social y se conforma un barrio, tan sencillo, a pie de calle y entre todos. Por lo demás, el propietario de aquel negocio, un auténtico curtidor madrileño, había logrado -sin publicidad ni mercadotecnia- eso que tanto ambicionan y en lo que tanto dinero invierten las grandes tiendas departamentales: fidelidad de parte de los compradores, de la gente que allí encuentra algo más que embutidos ibéricos, fiambres y quesos.
Del otro lado del mundo, en la Península de Yucatán, hay cierto lugar donde sucede lo mismo, un espacio que está generando el tipo de interacción que trasciende lo económico. Cuando digo Tapanco, inevitablemente pienso en Mérida y en el Barrio de Santiago y en ese color entre azul y púrpura que cubre los viejos muros de un centro cultural que ha sido sede de obras de teatro, espectáculos nocturnos, talleres, conversatorios, conciertos, seminarios, clases y veladas que llenan de algarabía la esquina de la 47 con 68. Ellos, el equipo encabezado por Bryant Caballero y Alejo Medina, en su portal de internet describen este sitio como “un punto de referencia indispensable en el concierto de ofertas teatrales en la ciudad de Mérida”. Dicen, además, que es céntrico, cómodo y que ofrece un amplio abanico de actividades culturales.
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Serrano.
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Disculpen que los contradiga, pero no es así, o no solo es eso. En Tapanco conocí a Yazmín Novelo, originaria de Peto, una chica inteligente y de sonrisa luminosa que ahora pone todo su empeño en fortalecer la radio comunitaria. Igual fue en Tapanco donde comenzó mi amistad con Adela Vázquez y Joan Serra, dos corazones cómplices llegados de España que trabajan en beneficio de Yucatán como si sus madres los hubieran parido en esta tierra. De la misma forma, en Tapanco, supe de Grisel Alcántara y la pequeña sala de cine que, con ahínco, mantiene en Playa del Carmen. De la tozudez de Síndrome Belacqua, el entusiasmo de Manu Fajardo, la calidez de Roberto Franco, el desparpajo de Dody Maleanta, la generosidad de Rulo Zetaka y la nobleza de Sebastián Liera, también.
Las noches de Tapanco son eclécticas y descubiertas, parecen surgidas de otro mundo. En su oscura intimidad, el olor a camaradería se mezcla con el de cerveza y la humedad que flota en el aire con la canícula interna que cada uno destila y expele sin inhibiciones, sin tapujos. Pero sus mañanas son aún mejores porque es cuando despierta el alma reivindicadora de sus integrantes y de un amplio sector de la población meridana que no evade la problemática social de la ciudad, la del estado y la del país entero. Manifestaciones, performances y mesas redondas, han tenido como epicentro a Tapanco y de ahí, el seísmo se ha expandido a otros entornos para dar una brusca y forzosa sacudida a las mentes aletargadas por el calor, pero también por quienes creen que no causan ningún daño entronizando Chichen Itzá o la jarana yucateca, a fin de ocultar la pobreza, el alcoholismo o el sigiloso suicidio.
De Bryant escuché decir que “en la cultura no hay competencia, sino sinergia”. Su voz, amable y dispuesta, me sirvió de introducción a la filosofía del teatro y en distintas ocasiones, de pretexto para regresar a las palabras de Walter Benjamin, Gilles Deleuze, Marisa de León o David Hernández Montesinos. Sin embargo, debo insistir que mi recuerdo más orgánico y recurrente de Tapanco no es el relacionado con las artes escénicas, sino con su gente, con cada una de las personas que mantienen vivo este laboratorio de innovación ciudadana que ahora está de aniversario. Eso, celebrar un año más de su titilante existir, de rebote le da sentido a mi oficio y a esta frase de Samuel Beckett: "Cuanta más gente encuentro, más feliz soy. Con la criatura más insignificante, uno aprende, se enriquece, saborea su felicidad”. Y, en consecuencia, al recordatorio de la mujer, afuera de la carnicería, de que no somos del todo viajeros solitarios.
Decir Tapanco, es desear que nada afecte su futuro, que nunca encontremos abajo su cortina. Nunca cerrado, nunca con otro letrero que no sea el de bienvenida. Así que, seamos cobijo y regazo para la cultura, toda. Y hoy, levantemos alto nuestras copas, saboreemos su felicidad que es la nuestra. Digamos salud, por Tapanco.
Artículo originalmente publicado en La Jornada Maya, el 01 de marzo de 2016.
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