La solitaria de Alberto García-Alix


© G. Serrano.

“Para sobrevivir tengo que contar historias”, expresó Umberto Eco, el autor del, quizás, más célebre thriller medieval de la historia, El nombre de la rosa (1980), quien en cierto artículo publicado allá por 1990, argumentaba con relación al tema de la posteridad: “Quienquiera, aun el adolescente quinceañero, que instile una poesía sobre los susurros del bosque, o que conserve hasta la muerte un diario, aunque nada más sea para anotar "hoy he ido al dentista", espera de los que vienen detrás en el tiempo que lo conserven como un tesoro”.  Sin embargo, alejándonos de los lugares comunes, es preciso decir que no necesariamente es el éxito, la permanencia o la sed de dinero lo que persiguen en primera instancia los narradores que con sus obras, sin importar la época, han sido el contrapeso del raquitismo intelectual y humanista que amenaza a las sociedades ávidas de iluminación, pero escasas de lectores.

En Cartas a un joven novelista (1997), Mario Vargas Llosa afirma, convencido, que “quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la realidad, manifiesta de esta indirecta manera su rechazo y crítica de la vida tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que fabrica con su imaginación y sus deseos”. Pero va más lejos en su razonamiento y, comparando la exigencia irrefrenable de relatar con tener un parásito en el estómago, ofrece esta anécdota para explicarlo: “yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado”.

A Stephen King le dio el mal de la solitaria a muy temprana edad, así lo cuenta en su libro autobiográfico Mientras escribo (2000): “Mi primer recuerdo soy yo imaginándome como otra persona, ni más ni menos que el forzudo del circo de los hermanos Ringling. Fue en casa de mis tíos Ethelyn y Oren, en Durham, población del estado de Maine. Mi tía se acuerda con bastante claridad, y dice que tenía dos años y medio o tres”. Y más adelante, en su ocurrente narración, agrega: “A partir de cierto punto empecé a escribir mis propios cuentos. La imitación precedió a la creación: copiaba en la libreta tebeos de 16 Combat Casey, sin cambiar ni una coma, y si me parecía oportuno añadía descripciones de cosecha propia”. Insuperables libros y tratados, polémicos ensayos o perturbadores cuentos, las grandes creaciones son producto de alimentar a este organismo insaciable.

© G. Serrano.

Pero no en todos los casos el anfitrión es un literato; si bien hasta el momento he citado a lúcidos representantes de este arte, el huésped o parásito creativo nunca discrimina a nadie mientras obtenga algún beneficio. Músicos, bailarines, periodistas, realizadores y casi todos los locos e insumisos que pasen por su mente, han padecido este tipo de enfermedad parasitaria. Tal es la suerte de este fotógrafo leonés, cuya obra Gonzalo García Pin describe como “historias condensadas”, “narraciones mudas pero elocuentes”, “lirismo desnudo de artificios”. Es invierno en Madrid y, caminando por el Parque Casino de la Reina, pienso que sus desabrigados árboles son el vestíbulo natural perfecto para adentrarse a la cartografía artística de quien, a finales de los años setenta del siglo pasado, formó parte del heterogéneo paisaje humano del barrio de Lavapiés.

Por si no lo saben, les diré que Alberto García-Alix (1956) montó su primer laboratorio fotográfico en El Rastro, justo después de abandonar los estudios de Ciencias de la Información. Y hoy, otro emblemático vecino de Embajadores recibe parte de su obra, La Tabacalera, que abre orondas sus puertas para mostrar Un horizonte falso, el “gabinete de curiosidades” a través del cual este perenne narrador nos deja entrar, cínicamente y de nuevo, a los incomprensibles huecos de su mente, allí donde colecciona extravagantes y caprichosas memorias, donde nacen sus inconfundibles relatos… donde, pues, habita el mismo gusano que consumió a Thomas Wolfe. El espacio para exhibirse con tal descaro no puede ser mejor: una antigua fábrica de tabaco -como todas- fría, oscura, desierta, cuyo interior me remite a la bien conocida escena de “Hitler se entera que…”.

© G. Serrano.

Pero, ¿de qué se nutre la irascible solitaria de García-Alix? Un vistazo a su biografía permite, al menos suponer, que de lo observado durante cuarenta años de errar lento para ver lo que siempre ha estado allí, lo que a menudo pasa inadvertido o intencionalmente se evita porque, a veces, resulta tan insoportable como mirarse unos segundos frente al espejo. Aunque esta simbiosis tiene, por supuesto, su lado placentero; los recorridos de García-Alix por las Islas Baleares, por Formentera, le proveyeron de “la paz y el sol que alimentan sus sentidos” convirtiéndose más tarde en una melodía de sonidos que, como él mismo lo describe,  “se hace oír cuando desde la distancia recuerdo las Baleares. Si cierro los ojos, el sol de verano, su luz, es la primera nota visible. La segunda el mar. Azul infinito, verdoso, una caricia, luego, otras notas en crescendo, sobre ellas cabalga mi juventud. La libertad. El placer”.

Primero fue una cámara Nikon, luego una Mamiya y, después, una Hasselblad de segunda mano con la que capturó aquellos torsos despojados de cualquier envoltorio que pudiera cubrir su masa, su materia. Autorretrato. Hombre escondido (2009) y Estrella veinte años después (2010), son parte de la serie Lo más cerca que estuve del paraíso y de la retacería, el “collage de intenciones” que hoy se muestra en La Tabacalera: rostros extravagantes (y el suyo), calles desoladas, objetos que sugieren algo a alguien, a cada uno; recurrentes motocicletas, existencias menesterosas -continuamente- sombras, tatuajes, mujeres, escenarios naturales como Testigos de un crimen (2011) y paisajes tan artificiales como el calor que alguna vez ofreciera aquel viejo radiador, el que, ahora jubilado, se esfuerza en vestir un poco la austera sala donde se puede hojear el catálogo de obra, el sustento del endoparásito y del propio García-Alix.

© G. Serrano.

© G. Serrano.

En 1997 se editó el último número, el décimo, de El canto de la tripulación, la revista que este cronista visual comenzó a circular en 1989 y que representó un signo más de aquel periodo transformador de la España posfranquista, contestataria, alternativa, underground, con ansias de autodeterminación y con su Movida; sí, pero además, una publicación que nos muestra la variedad de nutrientes que la solitaria requiere para cubrir sus necesidades básicas y vitales. Aquí es importante que no se pierdan, que no se vayan con el engaño porque -a lo que me refiero- no es la moto, es “el rugido de motores con emoción de lágrimas”; no son las siluetas humanas, son la “carne y fluidos bajo una oración épica”; no es, en fin, la mujer preñada y sin brazo, es que “en su vientre vi latir mi decadencia”. Nostalgia, soledad, vacío, muerte. Sueños, esperanzas, soliloquios, silencios. Con ellos, a pesar de ellos, el relato surge, la poesía se libera y, el artista, sobrevive. Todo es parte del banquete en el que genialidad y locura, o realidad e imaginación se encuentran cara a cara, como dos boxeadores.

© G. Serrano.

“Descifro mi presencia bajo un sinfín de imágenes. Cada imagen una revelación”. “Hasta lo que no soy capaz de confesarme toma aliento”,  admite quien ha buscado ocasión para mirar y mirarse, quien, con esa clase de honestidad y desmesura que solo provocan respeto, nos advierte: “Soy un ser extraño”. Madrid, bajo la luz de las tapias (Madrid, 1988), Los Malheridos, Los Bien Amados, Los Traidores (Valencia, 1993), Lo que dura un beso (París, 2002), Life Tattooed on paper (Alemania, 2006), De donde no se vuelve (Pekín, 2010), esta, Un horizonte falso (2016), y las más de setenta exposiciones que ha presentado en distintas partes de España, de Europa y del mundo, dan cuenta del reconocimiento que hace del entorno y de sí mismo. También de que un vistazo no basta para satisfacer al animal que lleva en las entrañas.

En el prefacio del libro Crónica y Mirada (2013), la periodista María Angulo señala que: “Los cronistas utilizan la mirada con más intensidad que la pluma o las teclas del ordenador. Saber qué mirar. Saber cómo mirar. Pero decir «mirar» no es decir mucho, porque «mirar» no es ver, es pensar. Es centrar, focalizar, encuadrar. Mirar también es escuchar, que no oír. Poner una voz en off para hacer oír la de los verdaderos protagonistas. Mirar es atender a los lados sin perder de vista el frente. Prever el futuro y echar un vistazo atrás de vez en cuando. Mirar es documentarse y reportar, adentrándose en las vidas ajenas a través de zoom in y realizar panorámicas desde la distancia mediante zoom out”. Por eso afirmo que Alberto García-Alix es un auténtico cronista. Por eso, sospecho, que ese saber mirar es el tuétano, la sustancia  grasosa y sangrienta que robustece a su solitaria y, por eso, también, creo que no se equivoca al decir que moriremos mirando. Sean reales o ficticias, para sobrevivir tenemos que contar historias. Lo dijo un magnifico contador de eso, de historias. 

© G. Serrano.

© G. Serrano.

Alberto García-Alix
Un Horizonte falso


Nicolás Combarro
Comisariado

La Tabacalera
Embajadores 51, Madrid

11.02.1016 – 10.04.2016
De martes a viernes de 12:00h a 20:00h.
Sábados, domingos y festivos de 11:00h a 20:00h.
Lunes cerrado.

Artículo originalmente publicado en Zero Grados (Zaragoza, España), el 26 de febrero de 2016.






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