Domingo
© G. Pliego
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“De acuerdo, en el habla cotidiana, la cual no recapacita sobre cada
palabra, usamos expresiones como “la vida común”, “los acontecimientos
comunes”. Sin embargo, en la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra,
ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y
ninguna noche que le suceda. Y, sobre todo, ninguna existencia particular en
este mundo”. Wislawa Szymborska
El domingo era, tiempo atrás,
como dejar la vida en una silenciosa sala de espera habitada por un tedio
invencible. Ya no lo es. Por la noche recorrí Lavapiés hasta llegar a Atocha.
Soplaba un viento helado delicioso que obligaba a hacer una parada para tomar
un café. Un café cortado sin azúcar, mi favorito.
Me detuve en un típico bar
español donde algunos cenaban mientras veían un partido de futbol en pantalla
gigante. Salí del lugar todavía con el rastro que deja en la boca un café
bueno: ácido, pronunciado, con cuerpo. Seguí caminando sin mayor propósito que
el de caminar. Así me acerqué a la calle Argumosa, solitaria y con sus
comercios ya cerrados, excepto uno en el que la iluminación ámbar, entre
amarillo y naranja, invitaba a entrar. Entré y pedí otro café, otro cortado sin
azúcar.
La gente conversaba afable y en
una atmósfera cálida, al abrigo de la música sesentera que sonaba con la
suavidad precisa para hacer del momento algo encantador. Sentí ganas de bailar,
de mover al menos los brazos y girar la cabeza al ritmo de “Breakin´up its hard to do” (Qué triste es el primer adiós) con
Neil Sedaka y luego con “Lollipop”,
esa canción bobalicona que interpretaban The Chordettes, ¿la recuerdan?
Regresé a casa estimulada, con
deseos de escuchar más música tan solo para prolongar aquellos instantes de
gozo que nos suceden sin haberlos siquiera imaginado: Nancy Sinatra, The
Monkees, The Mama’s & The Papa’s. Fue entonces que comprendí las palabras
de Jorge F. Hernández, el escritor mexicano, cuando dice que Madrid es “el
lugar donde he sembrado medio corazón de vida”. Y el lugar, también, donde los
domingos han dejado de serlo.
Tiene razón Jorge: somos hijos de
la querencia.
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