#AbreCultura México La auténtica revolución será silenciosa y desde abajo, o no será.




Nos dicen mitoteros. Sí, afirman –y lo sabemos, nunca lo hemos negado– que a los mexicanos nos gusta el mitote, esa palabra en náhuatl que significa danzar o bailar. Digamos que somos afectos a la fiesta, pues. Por ello, es harto factible suponer que un artista del peso de Roger Waters pueda, como pudo, hacer del zócalo capitalino un enorme acorazado para contener por alrededor de tres horas a una masa viva, a un magma imponente y pujante de individuos deseosos de buena música y de reivindicaciones que, por si no bastara, habitan un país eruptivo en el que cada día escasean las razones para sonreír y proliferan los motivos para, al menos, tronar como chinampina. Y sin embargo. 

Somos buenos para el mitote, nos ufanamos afirmando que pertenecemos a la izquierda y clamando todos juntos en un concierto la trillada, viral y mediática frase “¡Fuera Peña!”, pero cuando corresponde definir líneas, estrategias y tácticas de acción para cruzar de un lado a otro; es decir, de la violencia hacia la construcción de la paz, del desánimo a la organización o de la protesta a la propuesta, el vocerío eufórico que antes coreaba “Another brick in the wall” desaparece cual llamarada de petate. Y es que en nuestro particular ritual del mitote los mexicanos por lo general bailamos al son que nos toquen los medios y sus particulares intereses. Un día es a favor de la periodista Carmen Aristegui y otro en contra de las declaraciones del Cardenal Norberto Rivera, pero nunca por el periodismo independiente o por la libertad de expresión –entendida como un derecho de todos, incluso de aquellos con los que diferimos–. 

En el ejercicio cotidiano nos cuesta ambos ojos de la cara dignificar la política y la vida en comunidad, desarrollar nuestra capacidad de polemizar haciendo énfasis en las ideas más que en las personas, así como romper con los esquemas mentales y prácticos que sigilosamente han delineado el país en los últimos cuarenta años. En suma, no hemos encontrado la manera de salir de nuestro propio contexto para atrevernos a pensar lo que no se está pensando. Seguimos navegando en el sosegado océano de los lugares comunes, aferrados al salvavidas de un derrotismo casi heroico que nos sugiere ser siempre las víctimas del sistema o los eternos tuiteros nostálgicos del “México que se nos fue”. 

Cuarenta y ocho años después de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, dos décadas adelante del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas y habiéndose cumplido ya setecientos treinta días –o dos años– de la desaparición de cuarenta y tres normalistas en Guerrero, ¿cómo traducir el legítimo clamor de justicia en un proceso de transformación social a mediano y largo plazo?, ¿cómo lograr un mínimo de coherencia entre el decir y el hacer de los movimientos sociales para apropiarnos verdaderamente de las instituciones y evitar ser sus rehenes? y, sobre todo, ¿cómo derivar la memoria, el recuerdo de hechos terribles en aprendizaje?

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