¿Dónde se encuentra la felicidad?
© G. Serrano
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Sibilino y maquiavélico, el azar interviene para que roben un auto. Entonces Beatriz se siente eufórica, sin barreras físicas ni límites mentales que detengan el éxtasis de estar libre, a la deriva. Donatella, en cambio, quiere regresar para no despabilar a sus demonios. “¿A dónde vamos?”, pregunta y Beatriz responde que no importa, que cualquier lugar es bueno. “Pero, ¿qué estamos buscando?”, insiste con la mirada deshabitada de quien ha perdido todo, incluso la necesidad vital de respirar. “¡Un poco de felicidad!”, exclama Beatriz. “¿Y dónde se encuentra la felicidad?”, interpela Donatella.
A veces la felicidad se encuentra en cosas -tan nimias para algunos, pero indispensables para una mujer- como caminar de noche por una calle segura e iluminada. O para un marroquí en llegar a Melilla y colarse en un barco rumbo a la Península. O en recibir la paga justa como jornalero en Estados Unidos o como periodista independiente en España. O como DiegoFranco, en ser pianista y ofrecer conciertos gratuitos para los chicos de los barrios más humildes en Colombia. O en observar, casi con misticismo, la norma de tener dos o más mujeres y aferrarse a la rutina invariable de llevar a pastar ganado, como los pobladores al sudoeste de Malí que el cronista Martín Caparrós y el fotógrafo Samuel Aranda retratan en el documental Nómadas. O en la fortuna de no perder la vida en un atentando terrorista, como el de Bruselas en 2016 o el de Londres el miércoles 22 de marzo (22M).
Sobre la felicidad -la más elemental, la más íntima, la más entrañable- Scott Fitzgerald escribió:
“Recuerdo
ir viajando en taxi una tarde entre altísimos edificios y un cielo malva y
rosado; comencé a llorar a lágrima viva porque tenía todo lo que quería y sabía
que nunca volvería a ser tan feliz”.
Theodor
Adorno fue osado al afirmar que “…no es posible ninguna satisfacción ni
felicidad individual que no incluya en sí virtualmente la satisfacción y la
felicidad de la sociedad entera”. Desear la felicidad o el bienestar ajenos con
la misma intensidad que los propios no es tarea fácil cuando, nos dice François
Dubet, “vivimos en sociedades plurales, abiertas, individualistas, y es en este
contexto que hay que imaginar los modos de construcción de una solidaridad y
una fraternidad lo bastante robustas para que queramos verdaderamente la
igualdad social”.
De
la felicidad -esta idea, su significado, el anhelo- entendida como mero gozo
personal, Adorno y Dubet proponen saltar a otra experiencia, una colectiva y de
mayor calado que se entremezcla con palabras como igualdad, libertad, solidaridad
y fraternidad. Bien, pero “¿dónde se encuentra la felicidad?”, pregunta
Donatella, una de las dos protagonistas de la cinta italiana de Paolo Virzi, La pazza
gioia (Locas de alegría, 2016)
que por estos días se exhibe en diversos cines de la capital española. Si fuera
posible, imagino que Denis de Rougemont la tomaría del brazo, de su brazo
tatuado con aquella serpiente para decirle que “la felicidad es una Eurídice:
se la pierde en el momento en que se pretende agarrarla”.
Y
si bien no es algo que podamos homogenizar
ni comprar en el supermercado, tampoco es un concepto abstracto
territorialmente ubicado en Noruega, el país más feliz del mundo según el Programa de Desarrollo de las Naciones
Unidas (UNDP):
© G. Serrano
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El
domingo en Casa de Campo, el parque público de Madrid que antes perteneció a la
realeza, dos niños de distintas nacionalidades se entretienen arrojando migas
de pan a los patos y a las palomas que se acercan a la orilla del lago. Es una
tarde de sol amable con destellos ámbar que atraviesan las ramas de los árboles
en las que se columpian pericos, loros y cotorras argentinas. Una pareja joven pasea
a su hijo en lancha, mientras dos mujeres mayores se hacen fotos y otros
disfrutan de un asado y algunos montan en bicicleta y varios más caminan y unos
cuantos leen por aquí y por allá, sentados en una banca o en el pasto llano. No
hace falta tener un máster en filosofía, basta con detenerse en cada escena
para percibir esa felicidad profana, transversal, comunicable como relato y
divina como aspiración terrenal a la que se refirió Walter Benjamin.
“El
rimo de ese mundano eternamente efímero”. O de un domingo de cielos azules que
por la tarde se tornarán malva y que observaré a lado de un grupo de chinos fotografiando
sin parar el monumento a Cervantes en la Plaza España. El sol en la cara,
reconocerse diminuto debajo de un árbol, los insectos, aprender a quedarse
quieto, percibir mucho y no poder explicarlo, experimentar el aware que deriva en un haiku, mirar
alrededor y darse cuenta de que nada sobra: el saludo breve entre extraños, la
descarada energía de quien tiene dieciocho, el manchón amarillo que deja un ave
en los vaqueros de ese chico, las risas que a la distancia se siguen
escuchando. Los ancianos que ya no hablan porque miran. Una narrativa cotidiana
del nosotros.
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De
ningún modo un romanticismo barato, una visión ingenua. Más bien, se trata de
su opuesto: de entretejer hebras de comunidad como resistencia frente al soliloquio
de grillos en que hemos transformado las avenidas virtuales por las que ahora
transitamos. Les hablo de un parque o de una plaza como ensayos de una ciudad
que se pretende democrática. De los espacios públicos como ágoras de todos y de
nadie a la vez, de la gente y para la gente. Como celebración de lo posible en
un mundo que, de a poco, devalúa el pensamiento, la palabra y los nudos de
relaciones - “los millares de ataduras”, dice Saint-Exupéry - que nos ligan a
los demás y nos hacen sentir que la vida tiene peso y la humanidad sentido,
¿felicidad acaso?
Cada 20 de marzo, desde 2012, la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) conmemora el Día Internacional de la
Felicidad y en esta ocasión echó mano de Los Pitufos y de la etiqueta
#SmallSmurfsBigGoals para promover los diecisiete objetivos de desarrollo
sostenible con los que, de alcanzarlos, emularemos a Bob Ross y haremos del
planeta un enorme óleo feliz. Aunque cándida, la iniciativa se reconoce. Y es
que, ya ven, los encargados del posicionamiento en buscadores, los que optimizan
la web sostienen que las actuales son sociedades de no lectores y, por eso, consideran
que para “viralizar” un contenido es requisito utilizar imágenes y videos digeribles
con facilidad que incluyan duendes azulados, mininos, bebés lindos, paisajes de
revista, frases de El Alquimista.
¿Sabían que por las redes circula
un video que “te cuenta” Pedro Páramo en 54 segundos?
Dicen que son “los signos de los
nuevos tiempos” y quizás tengan razón, pero todavía están quienes prefieren
ponerse un listón más alto y hacer el esfuerzo por comprender esto que Hannah
Arendt escribió el siglo pasado: “nadie puede ser feliz sin participar en la
felicidad pública, nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad
pública, y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar
parte del poder político”. Quienes prefieren recorrer un parque para observar,
para sentir cómo se dilata y se contrae la existencia, incluyendo la propia. Y
quienes van al cine y regresan a casa para escuchar Senza fine, esperando
que la voz suave de Gino Paoli les ayude a repasar cada diálogo para descubrir cuál
es el vínculo exacto que une a dos mujeres consumidas de tristeza y cuál el gemido
de fondo en la respuesta -aparentemente ramplona- de una loca, de Beatriz:
- "Ma
dove si trova la felicità?"
-
"Nei posti belli, nelle tovaglie di fiandra, nei vini buoni, nelle persone
gentili".
-
¿Dónde se encuentra la
felicidad?
-
En los lugares bellos, en
manteles de damasco, los buenos vinos, en la gente más amable. Ahí se encuentra.
Artículo originalmente publicado en Zero Grados.
Lectura recomendada: El negocio de la felicidad.
Tema complicado para algunos, pero interesante y...esencial. Gracias Gloria
ResponderEliminarGracias a ti, Carlos por leer y dejar un comentario. La palabra siempre adquiere mayor peso y sentido cuando se comparte, cuando se socializa. Un abrazo, Gloria.
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