Cine: El tío Lee, el tiempo y los 21 gramos
Grafiti en Madrid. 2017 © G. Serrano |
Año 2017.
“Y los días se echaron a caminar y nos hicieron a nosotros, que así fuimos nacidos, nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida. Y si nosotros somos los hijos de los días, nada tiene de raro que de cada día brote una historia, porque los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Y ahora les voy a contar algunas de esas historias nacidas de los días, de los hijos de los días”. Eduardo Galeano.
“Y los días se echaron a caminar y nos hicieron a nosotros, que así fuimos nacidos, nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida. Y si nosotros somos los hijos de los días, nada tiene de raro que de cada día brote una historia, porque los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Y ahora les voy a contar algunas de esas historias nacidas de los días, de los hijos de los días”. Eduardo Galeano.
El tío Lee debe hacerse cargo de
su sobrino adolescente porque el padre —su hermano— ha muerto y la madre es
alcohólica. Así comienza “Mánchester frente al
mar” (Estados Unidos, 2016). Es mucho lo que se puede decir del filme
que ganó dos premios Óscar y un Globo de Oro, pero esta vez quiero
detenerme en una escena, una en la que el chico abre la nevera y al ver un pollo
congelado cae en pánico. Se aterroriza al pensar que el cuerpo de su padre está
igual: congelado en la morgue en espera de que puedan enterrarlo tres meses
después.
No es necesario que lo diga explícitamente
para que uno, como espectador, comprenda la analogía —simple y espantosa— y
luego surja la reflexión: ni las personas que amamos ni sus cuerpos inertes son
pollos congelados. Aunque acostumbremos contarlos por miles, por cientos de miles, por millones, tampoco existen refugiados genéricos, migrantes genéricos, feminicidios genéricos o desaparecidos genericos. No existe la muerte genérica. Ningún hombre sobre la tierra es solo
un conjunto articulado de huesos, músculos y tendones que se mueven y, un día,
por cualquier razón, dejan de hacerlo.
[Inmersos en la
cultura del simulacro y el espectáculo, hemos visto proliferar las guerras, el
terrorismo y las crisis migratorias sin ser capaces de dirimir hasta dónde
llega nuestra responsabilidad ni cómo actuar en consecuencia, dice el
periodista Bernardo Álvarez-Villar].
El guionista mexicano Guillermo
Arriaga sugiere en otra cinta que el alma, esa presencia invisible, pesa 21 gramos. No sé si es el alma,
pero cada rostro humano tiene una gravedad imposible de trasladar a un cuerpo artificial —como afirman que sucederá en los próximo treinta años—. En la película dirigida y escrita
por Kenneth Lonergan, la muerte de Joe Chandler pesa. Le pesa a su hijo Patrick,
a su ex mujer Elise, a su hermano Lee, a los habitantes de
Mánchester, Massachusetts, que lo conocieron. Les pesa por eso, porque se
quedaron con un gramo de su existencia reflejado en los rasgos definitorios que hicieron
de su vida algo valioso, un vínculo significativo, una pérdida para otros.
La gravedad de mi amigo Carlos,
su peso específico eran su sonrisa en calma y su bondad ilimitada. Eran las
charlas filosóficas que tuvimos en tantas e insuficientes ocasiones. Era el amor
por su familia. Era el entusiasmo que mostraba en los proyectos compartidos y
su modo de tranquilizar mis temores y la docilidad con la que se dejaba
contagiar de mi euforia, de mi pasión por hacer otro periodismo.
Esto lo pensé ayer, cuando veía los
flashbacks a los que se enfrenta el
tío Lee tratando de gestionar la muerte de su hermano, la situación de su
sobrino y la suya, una catástrofe a la que nadie quisiera ni por error asomarse. Pero también hace unas semanas, la noche que escuchaba Brillante sobre el mic,
la canción de Fito Páez que dedica a Fabiana Cantilo y comienza así:
Hay recuerdos que no voy a borrar
personas que no voy a olvidar
silencios que prefiero callar…
personas que no voy a olvidar
silencios que prefiero callar…
Frente al mar de Mánchester están
las horas y los días, el lapso en el que transcurrió el relato de Joe Chandler. Fuera de la pantalla, en la
vida real también hay un mar de historias cotidianas como las que cuenta Cristina
Pacheco, domingo tras domingo, en el diario La
Jornada. Son los silencios que preferimos callar, los recuerdos intangibles
pero imborrables, las personas que nos queremos llevar. Son esos 21 gramos.
En un mundo globalizado y sin matices —de blancos o negros, de opuestos—, donde nos venden la idea de (pseudo) vivir como una constante: indistinta, seriada, vigilada, destructiva, tan inmediata y material, tan hecha (¿tan hecha?). Mientras jugamos a rellenar el almanaque y decimos que 2017 terminó, y entonces comienza un año nuevo, otro tiempo distinto que
nombraremos 2018; mientras representamos al tío Lee en nuestras propias
biografías, mi concentración está puesta en ganarle —en resistir— al benéfico olvido para
conservar los momentos —la voz de Carlos por Skype, mis caminatas con Gabriel fotografiando
Madrid, el saludo de Ángela al recibirnos— los 21 gramos que en un futuro harán
la diferencia entre ser un pollo congelado o un rostro humano maravilloso y único que
le da sentido a todo lo demás. A la noción de una comunidad posible, extendida. Digamos que a estar juntos, okupando el mismo espacio.
Carlos Hevia del Puerto |
Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar.
Mientras vos jugás, Carlos...
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