Libros y barrios: Las historias de Martín y "esas almas grandes que mueven la cola".

© G. Serrano

Artículo publicado originalmente en


Si para todo hay término y hay tasa 
y última vez y nunca más y olvido 
¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, 
sin saberlo, nos hemos despedido? 

Límites, Jorge Luis Borges

Tengamos un diálogo: intentemos escucharnos en esta Babel Digital. Esforcémonos en focalizar, en encuadrar para mirarnos mejor, para reconocer lo que está cerca y lo que parece —solo parece— distante. Hablemos de estas plazas, de estos barrios, de estas calles, pero hagámoslo en compañía de un escritor. O mejor, de un cuentista que una vez fue un pibe, un chaval que entre recuerdos regresa a los lugares que poblaron su memoria para decirnos de quién, en esta casa colectiva, sin saberlo, nos hemos despedido.

Empecemos por hablar de los espacios públicos: de Jane Jacobs y del ballet de las aceras que nunca se repite y está lleno de improvisaciones. De Ítalo Calvino y de las grandes urbes como memorias, deseos y signos de un lenguaje. De Henri Lefebvre y de las continuidades y discontinuidades en la vida urbana. De David Harvey y de la ciudad tradicional que ha muerto, asesinada por el desarrollo capitalista desenfrenado. De Robert Adams y de la necesidad de un arte que dé significado a la vida en una sociedad decepcionada.

Entonces hablemos de poesía: de Benedetti y del amor que pasa por los parques entre la fiesta de los pájaros. De Tomás Eloy Martínez, de Buenos Aires que es su gente y de la ciudad como un espejo interminable donde las vidas se confunden y se repiten. Otra vez de Borges, de los patios del Sur, de la belleza de los caminos habituales, de la modesta librería, de la milonga silbada y de echarnos a caminar por las calles. Y de lo que se ha perdido y será: lo ulterior, lo ajeno, del barrio que no es tuyo ni mío, de lo que ignoramos y de lo que queremos. 

Hablemos también de la España dura, país manzanar y pino que versó Pablo. De los exiliados del 36, de los poetas en el Cono Sur y de El tonto de Rafael, de Alberti. De que no hay nada extraordinario que contar, solo el pájaro muerto en una acera de Zaragoza, de la que escribe Carlos Salem. De la tristeza urbana en el poema de Juan Gelman y del amor por el Río de la Plata en la canción de Joaquín Sabina. De García Lorca y de que hay cosas encerradas dentro de los muros que, si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo.

Hablemos, pues, del conurbano, de la periferia y sus historias que, al contarse, narran una parte del Yo y una del Nosotros. Hablemos de aquí y de allá. Por ejemplo, de los nuevos inmigrantes españoles que llegan a Argentina, cuarenta y cuatro diarios en 2016. O de la comunidad de argentinos en España, la mayor fuera de su país: más de setenta mil personas repartidas entre Madrid, Barcelona, Málaga, Alicante y las Islas Baleares. Hablemos de Parla, Getafe y Humanes, pero también del Gran Buenos Aires y Villa Maipú, San Martín y Bella Vista. 

Hablemos de recordar para recuperar las anécdotas de la infancia, los juegos en casa de los abuelos y los abuelos con sus guisos. Y las tías entrañables y los compañeros en el cole y el primer perro que tuvimos. El bizcocho y la natilla, los olores y los besos, el verano de sueño y el fogón en el invierno. Pasemos de nuevo por el corazón las cosas importantes que el tiempo desgasta y que ahora son un lujo: el hogar, la reunión familiar, los juguetes en el ático, aquel vecino dicharachero, las imágenes que capturó una Leica.

Martín Mercado, autor de Los perros del conurbano. Foto: Martín Mercado,

Un poco de todo esto entrañan los relatos de Martín Mercado (Buenos Aires, 1980) en Los perros del conurbano (Siníndice, 2018), el libro de cuentos —editado en La Rioja, España— que “huelen a nostalgia y a esquina y pueden verse a través de la ventana de cualquier bar”, tal como sugiere la periodista Carolina Rocío Escobar de El Clarín. En los que “viven las bolitas, las enredaderas, el barrio, los botines de fútbol, las gentes que apretaban fuerte la mano y tenían palabra, las calles sin peligro en las que jugábamos felices”, escribe Fabián Frontini al introducirnos en el texto. Dice que son narraciones porteñas, “de acá”, pero al meterse entre sus páginas uno descubre que son las de cualquiera, detalladas a la manera de José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto o en El principio del placer: 

“Me acuerdo de la primera vez. Pusieron un aparato en Regalos Nieto y en la esquina de avenida Juárez y San Juan de Letrán había tumultos para ver las figuritas. Pasaban nada más documentales: perros de caza, esquiadores, playas de Hawái, osos polares, aviones supersónicos”. 

Igual Martín nos remite a la capital argentina y a las transformaciones que, sin conseguirlo por completo, alteraron su mapa personalísimo de eventos: 

“Los años —crueles e impiadosos— pasaron veloces y las calles cambiaron de forma precipitada. Los comercios de la cuadra en donde aconteció una de las historias más lindas que pueden suceder fueron despojados por casas de computación, agencias de lotería, y mercerías”. 

Las suyas, son vivencias genéricas, reconocibles y tan apropiables como las fiestas de cumpleaños con música y globos que vi este fin de semana en el parque San Isidro de Carabanchel. 

¿Quién es Martín Mercado? Él mismo se describe con frases sencillas, semejantes a esas con las que fue hilvanando el tránsito de los días, ciertas madrugadas, una canción de Soda, una mañana de domingo, una tarde de verano, la lluvia que no da tregua a la nostalgia y el día en que el River Plate ganó la Copa Libertadores de América, así hasta completar ochenta páginas en las que desgrana los episodios del tío Beto, de Oscar y Franquito, de La Estación, del viaje en tren a los diez u once años, de Loquillo, de Raulito y Romero —“lo asombroso, lo mágico y espectacular de toda esta cadena de acontecimientos” —, de Facundo, de El Monumental y la chica japonesa:

— Nací en la ciudad de Buenos Aires, Argentina un 3 de diciembre de 1980. Pasé toda mi infancia y juventud en la ciudad de Castelar, en la zona oeste del conurbano bonaerense, rodeado de amigos, de pelotas y aventuras callejeras, típicas de los niños que gastamos nuestras suelas en las veredas viejas donde sobraban los rectángulos de tierra y los vecinos tomaban mate en la puerta de su casa hasta el anochecer, y sin ninguna preocupación. Hice la escuela secundaria en la misma ciudad, donde dejé de lado los números porque comenzó a interesarme la literatura (lo que me llevó a frecuentar las mesas de exámenes cuando terminaba el año). También estudié periodismo, aunque abandoné la carrera en el primer año y después cursé hotelería, recibiéndome al fin. 

Obras publicadas del escritor argentino Martín Mercado. Foto: Martín Mercado.

Le pregunto qué proyectos tiene en mente y me responde que recién ha empezado una novela, pero “siempre escribiendo poesías y cuentos para seguir alimentando mis sueños y mi alma”. De esta forma, nutriéndose y alimentándonos, Martín tiene publicados tres libros más: Ceremonia al amanecer y otros cuentos de esquina, El deseo de Don Mario y Poemas hallados en un callejón. El que nos ocupa son “historias reales, casi todas, o inspiradas en algún hecho que sí lo fue”, —comenta este cronista que escribe de la proximidad, de la filosofía íntima y de la bondad que siempre está atenta a “la belleza de lo diario” para elogiarlo: 

“Esa tarde volví del trabajo a la misma hora de siempre. Me dirigí a la panadería y compré las masas secas que a vos tanto te gustan (aunque estés a dieta)”. 

“(…) quizás el pobre hombre padezca el efecto que conlleva un típico día gris en la ciudad y se encuentre absorto en una inmensa melancolía”. 

Es un recopilador de noticias inefables que todavía conserva “la hermosa cajita de cartón” y a través de sus personajes salva de caer en la desmemoria tangos como El último café, que cantaba Julio Sosa. Un relator de barrio que nos entera del niño que “se hallaba absorto, concentradísimo en un videojuego con la mirada fija en el televisor y las manos ocupadas en el control del aparato chino”. Y del hombre que “tomó al niño del hombro y salieron juntos al jardín trasero para jugar al fútbol”. 

Piensa Franco Berardi, el filósofo italiano, que experimentamos una “mutación antropológica que se ha producido en la sensibilidad durante la transición tecnológica”. Piensa que hemos perdido la capacidad de sentir, de conmovernos y vincularnos socialmente. Una metamorfosis que Charles Chaplin ya veía suceder a mediados del siglo pasado y de la que nos previene en El Gran Dictador, al pronunciarse sobre la vacuidad de las relaciones humanas y afirmar que “nuestra ciencia nos ha hecho cínicos; nuestra inteligencia, duros y faltos de sentimientos”. 

Por eso es estimable la colección de actos breves contenida en Los perros del conurbano, porque cada vez con mayor intensidad se hace necesario que alguien nos repase la historia, pero no para evocar el ayer con tristezas, sino para reparar este presente en el que muchos comienzan a asumir que estamos frente a una crisis —que no es europea o latinoamericana, más bien generalizada— de la vida, un incremento del malestar causado por la precariedad en todos los ámbitos del quehacer humano: social, laboral, económico, político. 

Vivimos un periodo aciago que solo es franqueable si nos aferramos al trabajo de tejedores como Martín, de los millones de artesanos que van por el mundo accionando infinitivos indispensables: desde saludar o reír hasta perdonar y amar. Son mujeres y hombres al cuidado de los bienes comunes que sostienen la existencia de cada uno y hacen posible prever un horizonte, los protectores del conjunto de riquezas y haberes inmateriales que no están en venta y que se pasean por estas calles con sigilosa modestia, sin ser notados. Como los perros del conurbano.

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