Caminar, o entrenarse en el oficio de vivir

Caminar o entrenarse en el oficio de vivir. Texto dentro del monográfico en papel El arte de caminar de Altaïr magazine
Fotografía © G. Serrano

Texto publicado en la versión en papel del monográfico 
El arte de caminar. Un viaje a escala humana de Altaïr Magazine.




“En el cole hay niños de cinco años que ya tienen móvil”
(Un niño a su madre caminando por la Plaza de Isabel II) 

“Soy de Ávila, me vine a Madrid a los trece años. Claro, de interna, a trabajar”.
(Una mujer a otra en los jardines del Palacio Real de Madrid)


Leí que a él —el genio de la taquilla y los universos inconcebibles— al señor Steven Spielberg a sus setenta y un años, le preocupa que en la era digital muchos prefieran “vivir en un mundo ficticio antes que transformar aquel en que nacieron”. A mis cuarenta, también. Por eso camino.

Camino distancias largas, por lo general sin rumbo ni propósito fijo. Sin manuales ni fórmulas. Sin suposiciones ni metodologías. Camino la ciudad al modo de una serpiente: por intuición, rastrera, mirando todos los ángulos, solitaria, en silencio. Para comprender antes que adjetivar. Para percibir el ritmo de un miércoles en equis parque donde juegan los niños a la salida del colegio. Para escuchar los recuerdos entrecortados de ancianos que pasean al atardecer. Para mirar a lo lejos a un músico callejero —igual que Julie al flautista en Tres colores: azul— y sentir la calma que en YouTube es imposible experimentar, o el desasosiego interno que tal vez Kieślowski quiso comunicarnos en su trilogía. Digamos que camino para lograr momentos de atención plena, de mindfulness.

Plaza de Cibeles, Distrito Centro de Madrid. © G. Serrano

Porque al hacerlo, todo alrededor y de alguna manera me dice cosas que en la prisa diaria pasan desapercibidas, pero importan. Cosas —como lo que se pierde y se gana gradualmente con la gentrificación— de dimensiones sociales que no caben en una pantalla de cinco pulgadas, aprendizajes dispersos y ocultos, significaciones que solo emergen al tomar una caña en un bar que no es el de mi barrio o en la otredad de una plaza repleta de turistas chinos que fotografían un mariachi el sábado por la noche. Les hablo de interpretar la ciudad como a un jeroglífico, de leerla como si fuera un libro en movimiento o una tierra por desentrañar. 

Adelgazar la mirada para reparar en que ningún paisaje es homogéneo, en que no toda la ciudad palpita idéntica, como algunos me cuentan. Que el distrito de Villaverde parece fantasmal a las tres de la tarde y abundan los negocios de hamburguesas. Que el barrio de San Andrés, de población inmigrante, luce descuidado si se le compara con el de Los Ángeles. Que la cafetería donde comí el año pasado ha cerrado. Que no son pocas las iglesias de religiones distintas a la católica. Y que, en un parque reciente, pero triste, frente a un conjunto de fraccionamientos uniformes en construcción, colocaron una banca donde solo la maleza se sienta a descansar.

[Visita la sección de fotografía “Saber Mirar”]

Distrito de Moratalaz, al sureste de Madrid. © G. Serrano

Que en Vallecas hay un muro gris en el que alguien dejó asentado: “Ninguna bandera nos representa”. Y un edificio de ladrillo del que cuelga una manta con la frase “Votar es elegir el color de tus cadenas”. En Moratalaz una pinta que dice “Si paramos nosotras, se para el mundo”. En Tetuán, “No estás sola, tienes el feminismo”. En Lavapiés, “Stop racismo. Fuera Ley de Extranjería. No más redadas racistas”. Y poco visible en Malasaña, este cartel pequeñito impreso a color: “Licenciada en periodismo con alto nivel de inglés ofrece clases particulares para niños, cuidadora de niños, tareas del hogar”. Pero que existen otros espacios donde predominan los grafitis y zonas de avenidas anchas a las que nunca llega la protesta social. 

Es en estas bifurcaciones cuando coincido con el fotógrafo Rian Dundon en que “las imágenes no solo documentan [resguardan] los cambios en las ciudades; también informan e influencian el proceso”, puesto que cada fotografía conforma un conjunto de conocimientos que no pertenecen a ninguna élite y necesitamos potenciar. Son segundos, situaciones, gestos, discursos reseñando con sus pormenores un Nosotros para descifrar qué lugar ocupamos entre una multitud de siluetas que en el esfuerzo —de energía, de tiempo— dejan de serlo y adquieren un rostro, un cuerpo concreto con alegrías y tristezas tan terrenales, tan únicas como las de cualquiera. Caminar es salir y enamorarse de la densidad, del peso de la gente. Es el hallazgo de empatía. 

“No pienses, mira”, sugiere Wittgenstein en Investigaciones Filosóficas. Digamos que se trata de caminar para ojear no un anecdotario unidimensional, sino múltiple y rebosante de personajes que se vinculan y de relatos que juntos reescribimos. Caminar a modo de oteo, de reconocimiento del entorno para después intentar —no pretender, solo intentar— describirlo sin omisiones, sin condescendencia, sin extremismos, sin verdades absolutas. Sin el velo del prejuicio al que se refiere Chimamanda Ngozi Adichie en El peligro de la historia única. Porque, nos advierte: “Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden restaurarla”

Ed van der Elsken, otro artista de la lente, caminó Ámsterdam, Tokio o París buscando la autenticidad de lo que llamaba “su gente”. Ahora camino Madrid por esto que escribió Edgar M. Caamaño, mi amigo que vive en Mánchester: “Las ciudades humanas, famosas por sus prácticas de inhumanidad, tienen sistemas nerviosos que bombean hacia sus centros millones de seres vivos. Inhalan en la mañana y exhalan en la noche, a veces a la inversa y en varios husos horarios. Su gula engloba tierras, océanos y cielos. El brillo de estos entramados implacables de atención y energía retumba en la oscuridad, y se vislumbra desde la Luna”. 


Ed van der Elsken, exposición fotográfica en Fundación Mapfre, Madrid. © G. Serrano

De la misma forma camino cuando nuestra sociedad, reflejada en las noticias que publican los medios, me parece un sinsentido; es decir, con frecuencia. Cuando no tengo una línea que escribir o, por el contrario, cuando es tanto mi asombro y las emociones contenidas, que de plano enmudezco. Y cuando regreso a esas máximas que implosionan. Por ejemplo, esta que Pavese señaló en El oficio de vivir: “La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta esta sensación —prisión, enfermedad, hábito, estupidez— uno quisiera morir”.

Para mí, caminar —dar un paso y el que sigue— es comenzar, estar siempre en medio del camino: no dejar de sorprenderme, mi resistencia a ser una lisiada emocional como Charlotte, la de Ingmar Bergman en Sonata de Otoño; son las ganas de mantener el sentido de la realidad a secas en oposición a la que tildan de virtual. Enfocar la vista en un indigente de miles que acaricia a su perro y atreverme a pensar: “Esto duele”. Ahora sé que, en el fondo, en este deambular subyace un rastreo activo y perseverante de poesía. Como Pavese, me gusta observar aquello más grande que mi propia existencia. Y es que así, caminando, cada vez entiendo mejor eso de que “la poesía no nace del our life's work, de la normalidad de nuestras ocupaciones, sino de los instantes en que alzamos la cabeza y descubrimos con estupor la vida”. 

Caminando se aprehende —con hache grande— que todo está vivo. No, no camino por la calle, sino por la vida en la calle. Me entreno en el oficio de vivir por, con, para y desde ese estupor. Todos lo hacemos, aún sin darnos cuenta.

Barrio Delicias, Distrito Arganzuela, Madrid. © G. Serrano

 El arte de caminar Altaïr magazine

https://www.altair.es/es/libro/08-el-arte-de-caminar-altair-magazine_167224


El periodismo como una curaduría de contenidos en la red. Recomiendo leer: 




Comentarios

  1. Gracias querida Gloria... Tu escribir se disfruta mucho. Besos!

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    1. Gracias a ti, Alejandra, por visitar el blog y compartir estas lecturas. Un abrazo!!

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