Cuando leer es casi revolucionario

Feria del Libro de Madrid, 2017 © G. Serrano


Como Charles Darwin cuando descubrió la diversidad de picos que tienen los pinzones de las Islas Galápagos. Como Bob Dylan cuando le dijeron que había ganado el Nobel de Literatura. Como Svetlana Alexiévich cuando le mostraron lo que había quedado de aquellos soldados en Afganistán después de pisar una mina. Como Humbert cuando conoció a Lo.Li.Ta.

¿Qué relato les llevó a colgarse del asombro y luego del libro que lo contenía?  

El escritor mexicano Jorge F. Hernández dice que fue El principio del placer de José Emilio Pacheco. La periodista y escritora española Silvia Nanclares responde que Eso, de Stephen King. Sigrid Kraus, la editora de Ediciones Salamandra, que fue Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell. Y Juan Cruz, escritor y periodista en El País, recuerda El Capitán Trueno, la historieta de Víctor Mora Pujadas.

Y es que hubo un tiempo —no muy lejano, aunque lo parezca— en que las personas tomábamos esa serie de hojas de papel unidas por un lado y protegidas por una tapa o cubierta que conocíamos y llamábamos libro, donde podíamos encontrar —para deleite o disgusto— frases perturbadoras como estas:

“Hoy quemé tu carta. La única carta que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo (sin que tú lo sepas) día tras día. A veces con amor, a veces con desolación, a veces con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad”.

Las encuestas, los gremios de libreros y editores, los investigadores dicen que ya no lo hacemos o que lo hacemos menos o que lo hacemos diferente. Dicen que preferimos una serie de Netflix al libro, un videíto de YouTube al libro, una imagen animada en Facebook al libro; es decir que, entre los 140 caracteres de Twitter a las 1424 páginas de Don Quijote, nos quedamos con lo primero. Y ellos están aquí, en la Feria del Libro de Madrid instalada en el parque de El Retiro, para hablar con Javier Rodríguez Marcos sobre eso: el libro y la lectura.

Kraus comienza diciendo que nos encontramos en medio de una revolución, de un gran cambio que dentro de algunas décadas nos hará exclamar: ¡Cómo no nos dimos cuenta! ¡Cómo no supimos qué hacer! Pero es optimista, piensa que esto se trata de recibir lo nuevo sin abandonar lo viejo.

Por su parte, Hernández menciona que justo hoy se cumplen 50 años de la publicación de los primeros ejemplares de Cien años de soledad, la novela de mariposas amarillas que imaginó Gabriel García Márquez. La nostalgia por aquellos años de tinta y folios, hacen que también recuerde cómo los mexicanos de su generación esperaban con ansias la llegada a México del suplemento Babelia. Pero ahora es muy distinto porque —comenta— los suplementos culturales que invitaban a la lectura de libros de a poco han ido desapareciendo. Para el escritor de La emperatriz de Lavapiés, el gusto por este hábito y, más aun, por llegar a la última página, es algo que se contagia.

Nanclares es la primera en poner el dedo en la llaga cuando menciona que los periodistas somos —o deberíamos ser— el puente entre la gente y los escritores, entre los lectores y los libros, pero no estamos haciendo bien la tarea. Dice que, para ello, es preciso hablar de tú a tú, romper las fronteras invisibles, pero demoledoras, que nos separan de las audiencias, que no son otra cosa sino personas detrás del ordenador. Para ella, la cultura no debe ser cómoda ni un adorno lindo en las páginas de los diarios; así que, la práctica periodística con la que más se identifica —nos dice— es la de “guerrilla” o de batalla, una donde la cultura sirve para que los ciudadanos sean más críticos de su realidad.

Feria del Libro de Madrid, 2017 © G. Serrano
“Los escritores no leen a otros escritores contemporáneos y esto empobrece el diálogo cultural. Hablan de escritores muertos, de los que ya no están, pero pasan de los contemporáneos como de la mierda”, afirma Cruz y agrega que los medios no tienen interés en que la gente lea, en poner el libro en la conversación. Entonces, explica que esto es vital, porque el libro es un factor de comunicación e interpretación de la vida. La verdad es que —pese al optimismo de Kraus—  él se siente descorazonado y se pregunta dónde está la preocupación de la sociedad española por la lectura.

Y es que, si bien los españoles se han volcado a leer novelas como Patria, de Fernando Aramburu, o El cuento de la criada, de Margaret Atwood, lo cierto es que el peso del entretenimiento en su grado más comercial y del periodismo convertido en mero espectáculo, las más de las veces terminan por aplastar los esfuerzos hormiga de periodistas independientes, editoriales pequeñas y librerías especializadas que, moviéndose por los márgenes, apuestan al estremecimiento de una población agotada por la precariedad y aturdida con la mediatización de la existencia.    

— En México, ninguna telenovela de Televisa presenta a personajes que sean lectores o que, al menos, lleven un libro en la mano. Tenemos un presidente que no recuerda el título de tres libros que haya leído y que eliminó la lectura en voz alta del programa educativo. Su pareja es la propietaria de una casa blanca vacía de libros —comenta Fernández.

— Me gustaría saber, además de Patria, qué otro libro ha leído Rajoy. Trump es el perfecto ejemplo del irrespeto por la cultura — dice Cruz.

— La gente, los jóvenes tienen interés en la lectura, pero el ritmo de la cotidianidad tampoco nos da tiempo para mucho — dice Nanclares.

— Como siempre, la difusión de boca en boca es la que mejor promueve el libro — concluye Kraus.

Retomar políticas públicas de fomento a la lectura que en otro momento fueron efectivas, hablar más de los libros y menos del número de ejemplares vendidos y ponerlos al alcance de los niños, fueron algunas de las ideas que arrojaron los ponentes, resultado de sus horas ocupadas en un placer que salva. Que salva del tedio como de la ignorancia, y de la tristeza agazapada en el corazón como de nuestra presencia en el mundo transformada en banalidad. Leer salva de esos días en que no sucede nada y el aire parece que se respira distinto. También de aquellos otros en que nos pasa todo, todo el tiempo, y el aire parece que se respira distinto. No sé a ustedes, pero a mí, leer me ha salvado de estar ante una manifestación en la Gran Vía y pretender ingenuamente que no los he visto, que no existen los rostros de esas mujeres demandando un empleo digno. Me ha salvado de sentir el morbo del que mira distante la tristeza sórdida de la guerra en Kabul. Y de creer que mi pensamiento es inferior al de un hombre o superior al de cualquier otra mujer. Me ha salvado de suponer que la tragedia se constriñe a lo que ocurre en México o a lo que ven mis ojos en las calles de Madrid. Y de resignarme a ejercer mi ciudadanía solo al momento de emitir un voto. Quiero decir, que leer nos salva de la estupidez.

Dejar que corran los minutos viendo o escuchando toda clase de chorradas, se vale. Digamos que es legítimo lo que cada quien decida hacer durante el breve lapso que habitamos el planeta. Sin embargo, Juan Cruz no evita cuestionarse si con ello no estamos construyendo una sociedad de sujetos entretenidos, en vez de una compuesta por seres pensantes, capaces —además— de permanecer y de hacer cosas juntos.

Dejó dicho Bertolt Brecht: “Sobre todo examinen lo habitual. No acepten sin discusión las costumbres heredadas. Ante los hechos cotidianos, por favor, no digan: “Es natural”. En una época de confusión organizada, de desorden decretado, de arbitrariedad planificada y de humanidad deshumanizada... Nunca digan: “Es natural”, para que todo pueda ser cambiado”.

¿Es natural que un joven use, en promedio, alrededor de 250 palabras para expresarse? ¿Es natural que en 2015 casi el 40 por ciento de los españoles no leyera ningún libro? ¿Y que el 42 por ciento de estos no lectores de libros argumentara que no le interesa? Quizás, debido a ese desinterés muchos desconocen —entre tantos otros datos— que en España 29 de cada 100 ciudadanos siguen siendo pobres y que más de tres millones de personas subsisten con menos de 300 euros al mes. Quizás, por eso, Juan Cruz recomienda leer Sobre la tiranía: veinte lecciones que aprender del siglo XX, de Timothy Snyder. Y quizás, por lo mismo, Silvia Nanclares no yerra al decir que ese acto, por lo general personalísimo, de tomar un libro y leerlo de principio a fin es, en esta época, casi revolucionario.

Artículo originalmente publicado en Zero Grados.

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