La promesa del periodismo (I)

 [el asombro por la vida cotidiana]

Metro Madrid © G. Serrano. 

A mí me gusta mucho la palabra promesa: nace del encuentro entre la carne y la palabra, entre la realidad y la utopía, entre lo concreto y lo abstracto”. A.L.

A mí también me gusta mucho la palabra promesa. La pienso no como un juramento efímero, imposible o definitivo ni como algo divino o vinculado a la religión, sino como un misterio por revelar. También como un compromiso interior y gratuito, asumido generosamente, que entrelaza ideas con experiencia, atraviesa el tiempo y permite anticipar lo lejano, ver hacia adelante para crear futuro.

De estas y otras reflexiones compartidas en la intimidad de una amistad que se ha fraguado lenta y zigzagueante, surgen ahora una serie de textos que decidí llamar “La promesa del periodismo [el asombro por la vida cotidiana]”. No es un confesionario; más bien, una puesta en común y en valor de los aprendizajes extramuros de dos profesionales para quienes “quizás las respuestas [a preguntas diversas] no sean las personas y sus cualidades, sino los proyectos y los colectivos donde se despliegan”. Aquí el primero de estos textos:

Dime, ¿cómo se hace una entrevista? 

Leer, pensar. Leer y pensar llevan a escribir. Y a buscar con esfuerzo no recetas mágicas ni prodigios, pero sí un poco de luz en el camino del periodismo con potencial transformador y deseos de reinventarse, de resignificarse constantemente. En términos más actuales, digamos que de auto-hackearse.

Hace unos días leí esto de José Manuel Fajardo: Borges y la parábola del ciego y el mudo. Después de mi lectura, recordé esta anécdota que compartí por wasap con un amigo:

— ¿Cómo se hace?, me preguntó.
— ¿Cómo? Pues, usas tu cabeza, le dije.

Y la estudiante de comunicación me miró con un odio indecible, como si fuera la abuela moribunda de la película que se niega a revelar en qué escondrijo del desván tiene guardada la herencia. Seguro pensó que yo no estaba dispuesta a compartir “mis secretos”, las instrucciones precisas para lograr una buena entrevista.

En realidad, trataba de explicarle que no hay instructivo, sino harto trabajo de investigación; curiosidad ingenua, desparpajo, un sexto sentido poco a poco entrenado y que un periodista debe mantener una agenda propia —hallar, explorar sus temas, volver a ellos— y no solo seguir las tendencias del momento, como sucede en la actualidad.

"Abandonen los escritorios, hay que salir, estar más cerca del mundo", (nos) insiste un reportero de pura cepa que ha preservado todos los elementos iniciales que definen el periodismo, Alfredo Molano.

No fue a Borges. Mi primera entrevista “profesional” la hice en 1996 y fue al rector de la Universidad Autónoma del Estado de México. Había estado conversando con un profesor que hablaba maravillas acerca de la computación, decía que sería la carrera del futuro. Él estaba en su cubículo, yo lo observaba sentada delante de su escritorio y espontáneamente comencé a hacer preguntas sobre el asunto. Esa fue, también, la primera ocasión en que sentí un disfrute consciente al indagar, al sentarme frente a una persona para escuchar quién era y qué pensaba.

Al terminar, no dudé en ir a la oficina del rector para pedir una entrevista y conocer más de ese mundo que aparecía tan nuevo. Su secretaría me preguntó para qué medio y respondí con el nombre de la revista que estaba sobre la mesa, a un lado. “Es para la Gaceta Universitaria”, fue lo único que se me ocurrió decir porque yo no trabajaba para ningún medio, entonces era una estudiante de veintiuno que a mitad del primer semestre había dejado la odontología y no tenía claro qué carrera elegir.

Quince o más veces me presenté a la misma hora para decir lo mismo: “Quiero una entrevista con el rector”. Y para recibir la misma respuesta: “El Dr. Morales está muy ocupado, pero te tiene anotada”. Finalmente tuvimos la entrevista. En un cuaderno llevé escritas diez preguntas que el rector respondió con toda amabilidad. En varias ocasiones interrumpió sus respuestas para confirmar citas posteriores con su asistente, para comunicarse con su hija menor, con su esposa, con su otra hija, la mayor, y para pedir algo de comida. Habló, con sencillez y convencido, del universo como el espacio y el tiempo en el que cabe el infinito y de la universidad como el espacio y el tiempo en el que cabe cualquier manifestación del pensamiento. Tras cada pausa sonreía, me miraba con agrado, parecía que disfrutaba la conversación. Yo también.

Anoté a mano todas las ideas que pude —porque en ese entonces no tenía grabadora—. Regresé a casa, tomé la máquina de escribir —porque en ese entonces tampoco tenía ordenador— y comencé a transcribir la charla que se publicó en domingo en La Gaceta Universitaria.

— ¿Por qué hiciste eso? Me preguntó mi padre cuando le mostré un ejemplar.
— No lo sé, pero necesitaba hacerlo, respondí. 

Ahora sé que el eje del periodismo se mantiene más a base de espíritu e instinto, que de herramientas digitales y talleres. Es, volvamos a Borges, lo que sale limpio de ese “corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños”. Es una indagación, una exigencia que siempre te acompaña, que proviene de ti, que te afecta y te conmueve. Que vibra. Y dice yo. 


Posdata: Para saber de ese periodismo que "dice yo" y está en peligro real de desaparecer, sugiero la siguiente lectura: Vergüenza ajena

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