Salimos ganando




Son signos, voz, grafismos y gestos con los que uno se comunica. Es el primer idioma que aprende una persona, su lengua nativa, la que le transmiten sus padres. Irma Pineda, la poetisa, nos cuenta que sus abuelos solo hablaron diidxazá y que su madre y su padre aprendieron ya grandes y a golpes el español. También que, cuando nació, ellos quisieron darle un idioma que le facilitara habitar el mundo, así que -recuerda- en su casa solo le hablaban en español; “pero apenas cruzaba el corredor, la vida estallaba en zapoteco”. 

La Organización de Naciones Unidas dice que es estratégica en la preservación de la identidad y que está ligada a la educación, la integración social y el desarrollo. Y por eso, en 1999 proclamó el 21 de febrero como el Día Internacional de la Lengua Materna. Para Briceida Cuevas Cob es el maya, lengua con la que escribe versos formidables como este:

A yaamae juntúul tsaya’am ko’il peek’

ch’a’apachta’an tumen máako’ob.

Najil naj ku pa’ata’al yéetel u xtáakche’il jol naj.

Tu láakal máak yoójel ts’o’ok u chi’iken a yaamaj.



Tu amor es un perro rabioso perseguido por la gente. 

De casa en casa es esperado con la tranca en la puerta. 

Toda la gente sabe que me ha mordido tu amor.


“Toda la gente sabe que me ha mordido tu amor”. Disculpen, tenía que repetirlo. ¿A quién no lo ha mordido alguna vez el amor? ¿Hay forma mejor para describirlo, para explicar cómo nos clava los dientes, nos sujeta, presiona y parte nuestra piel en dos? Seguramente que sí, pero esta expresión me parece magnífica. Y es que las palabras hacen de la lengua un juego interminable, como ningún otro, un mecanismo con el que han retozado elocuentes dramaturgos como el inglés William Shakespeare o el madrileño Jacinto Benavente, quien precisó: “la ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe”. O como la yucateca Conchi León, que en su página de Facebook comparte: “Mi mamá se llama Cenobia, mis sobrinos le dicen “Mamá Ce”. Ando oyendo una canción que se llama Mamma said. De pronto, la cara de mi sobrina se ilumina y dice: ¡La canción de abuelita!, ¿cómo hicieron para que diga Mamá Ce?”. 

Ya habrán notado que hacemos de las palabras algo demasiado nuestro, que nos las apropiamos, que tienen un peso específico y, por ello, es una desdicha cuando las gastamos, cuando escuchamos que alguien pronuncia “amistad” o “democracia” y ya no significan nada; o cuando se pierden por falta de uso, como en la Patagonia, donde el tehuelche es una de las 424 lenguas que en América del Sur se encuentran en peligro de extinción; o cuando las olvidamos, cuando se nos escapan de la memoria sin que podamos evitarlo, como lo explica el escritor valenciano Juan Vicente Piqueras:

Mi padre fue perdiendo poco a poco el lenguaje. 
Y empezó por los nombres. Lo primero
que olvidó su cerebro no fueron los adverbios
ni los pronombres no los adjetivos,
como uno estaría tentado de creer,
ni las motas de polvo de las preposiciones,
sino los sustantivos.

La manzana dejó de ser manzana,
el vaso pasó a ser eso,
y quienes se acercaban dejaban de llamarse.

Cada vez que regreso a Nombres borrados -el poema de Piqueras- siento la prepotente necesidad de abrir mi libreta de retazos, donde reposan, calladas, merak en serbio o toska en ruso, palabras que son empleadas para expresar emociones profundas y cuya traducción a cualquier otro idioma es irrealizable. Saber que ahí están, todavía recordarlo, me da sosiego.

Este mes, como hace un año, los medios de comunicación en todo el mundo hablaran de la importancia que tiene la lengua materna. Argumentarán con cifras oficiales y dirán que países como Perú, Colombia, Bolivia, Ecuador o México, son muestra de la diversidad cultural y lingüística. En nuestro país, se mencionará que son 68 las agrupaciones lingüísticas que el INALI considera en el Catálogo de las Lenguas Indígenas Nacionales. Y, de nuevo, recordaremos que existe el cho’l de Chiapas, el mixteco del oeste de la costa, el náhuatl de la Huasteca, el otomí del centro y el zapoteco de la planicie costera. También nos sentiremos orgullosos de palabras como metate o nixtamal. Y, quizás, alguien se atreva a ir un poco más lejos para considerar que el español mexicano es un idioma que contiene variedades como las hablas del norte (o norteño), aquellas de las zonas costeras (o costeño) y el inconfundible yucateco. Quienes escribimos, nos daremos palmaditas en la espalda, sentiremos la frívola satisfacción de haber cumplido con nuestro trabajo, una vez más y utilizando menos de tres mil caracteres. 

Así, todo lo que ustedes quieran, lo que se les ocurra, remataría probablemente Neruda si fuera el autor de estas líneas. Y evocando al poeta chileno, me atraviesa el modesto pensamiento de que en realidad no sabemos nada, de que no basta un día para celebrar ni la vida entera para comprender la fuerza de la lengua, de esos signos, voz, grafismos y gestos con los que uno se comunica. El autor de 20 poemas de amor y una canción desesperada sí lo entendía bien; amaba tanto las palabras, que le parecían hermosas y las quería poner todas en su poema. Sabía que: “todo está en la palabra…Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio”. “Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos. (…) Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”. 

Artículo originalmente publicado en La Jornada Maya el 19 de febrero de 2016.

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