Se llamaba vida

Ávila, España 2018 © G. Serrano.

Reflexiones hacia el final del verano

“Una semiótica de la mirada, es decir, una lectura de la mirada como signo, nos invita a establecer una serie de precisiones. Precisiones que buscan, sobre todo, proponer distinciones y crear diferencias”. Fernando Vázquez Rodríguez, académico en Cali, Colombia.

Esa mañana de sábado Segovia estaba a reventar de chinos que fotografiaban el acueducto. En Ávila me empaché hasta la felicidad comiendo yemas y mantecados.

Cuenca es tal como la trazó con palabras Camilo José Cela en 1949: “abstracta, pura, de color plata, de gentiles piedras, hecha de hallazgos y de olvidos —como el mismo amor—, cubista y medieval, elegante, desgarrada, fiera tiernísima como una loba parida, colgada y abierta; Cuenca, luminosa, alada, airada, serena y enloquecida, infinita, igual, obsesionante, hidalga, vieja Cuenca”.

Desgraciadamente, explica Boaventura de Sousa en una entrevista que leí,"(...) los jóvenes sobre todo, desconocen su historia. Por un lado, es muy importante para el neoliberalismo la idea de que todo está empezando ahora, que el pasado no cuenta".

Y es que, más allá del ver está el mirar —y en el camino, reaprender a mirarnos sin pantallas, sin filtros, sin teléfonos. Hay que salir para mirar, por mirar, mirando, aunque no nos guste lo que se mira, o porque sí. Con liviandad y pesadumbre, con torpeza. Pero salir y mirar. Escuchar y saborear. Palpar, reconocer, identificar; como si se estuviera frente a un espejo, haciendo un autorretrato. Para lograr el encuentro.

Ayer en Madrid vi a una anciana que alimentaba a las palomas.

Y antes a una chica en Fuencarral que les decía a sus amigas: “Me he llevado una gran desilusión con Victoria’s Secret”. Y a otra que se hacía una foto delante del rótulo de Gucci en la calle Serrano.

Y después a un chico con un libro de Isaac Asimov que es camarero en un bar.

Y más tarde un momento chirriante, grotesco a la salida del mercado San Miguel:

Una mujer de alguna parte de Europa del Este pedía comida mientras un grupo de turistas saboreaban la suya, sentados a unos cuantos pasos y mostrando la misma indiferencia de una piedra o de un grifo o de un cojín —o de un turista.

Hoy por la mañana entré a una panadería sobre la calle Valencia y escuché la conversación de tres ancianos, se quejaban del abandono que siente por parte de su familia: "Mi padre murió en mis brazos, pero ahora los hijos creen que basta con venir los domingos y darte un besito", comentaba uno de ellos. Al salir, me topé con una mujer entrada en los treintas que hablaba con Lola, su perro, como si fuese un hijo: "Ven con mamá Lola, cariño, me estás demorando. Anda, vamos". 

Nunca veo Netflix, pero cuando camino por Chamberí me gusta detenerme en el parque Jardines Concejal Alejandro Muñoz Revenga, porque ahí conocí a Mercedes, una vecina del barrio que no puede hablar desde que le hicieron la traqueotomía, que no tiene esposo ni hijos y es la propietaria de Kira, el perro que representa su única compañía. 

El domingo pasado fui al cine para ver Como nuestros padres (2017), una película brasileña que trata de las relaciones humanas: familiares, de pareja, con uno mismo. Y de la infancia. Y la muerte. Y la reconciliación que llega con las revelaciones. Y de lo mínimo sobre lo que escribe el periodista colombiano Fernando Aráujo: “De lo pequeño, de aquellas pequeñas cosas de las que cantaba Serrat que me fueron marcando un camino por recorrer. De lo mínimo, lo tantas veces ignorado, lo desechado”.


"Hay multitud de viajes, pero en el siglo XXI hay uno que empieza a definir al viajero de nuestra época: el viaje donde el mayor estímulo es hacer fotos con el teléfono para colgarlas en Instagram", escribe Jordi Soler en El País. Y, sin embargo, quiero pensar que este tiempo nuestro sobre la tierra se trata de algo más.

Porque más allá del ver está el mirar —y en el camino, reaprender a mirarnos sin pantallas, sin filtros, sin teléfonos. Hay que salir para mirar, por mirar, mirando, aunque no nos guste lo que se mira, o porque sí. Con liviandad y pesadumbre, con torpeza. Pero salir y mirar. Escuchar y saborear. Palpar, reconocer, identificar; como si se estuviera frente a un espejo, haciendo un autorretrato. Para lograr el encuentro. Para poner los pies sobre la tierra, para evitar el desarraigo. Y queriendo comprender, en su esencia, lo que dice este poema de Ángel González:

Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel

que se llamaba luz, o fuego, o vida.

Y lo perdimos para siempre.


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