Bitácora del barrio 64: Carlos y Diego, historias de todas partes

Bitácora del barrio 64 en NHU, el periódico del barrio de Lavapiés

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“Es primero de enero, desafiemos a Sabina permitiéndonos que no sea tan gris como un jueves cualquiera”. 

"Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, 
despacio, lentamente. Me dijo: ¡vive, vive, vive! Era la muerte...". 
Jaime Sabines 

Lleva toda la mañana esperando este momento que se repite día tras día y no, por eso, deja de ser crucial para ambos. A todos nos pasa: a veces, unos cuantos minutos haciendo fila en el banco o esperando ese preciso mensaje de WhatsApp, pueden resultar insoportables. Esta sensación la tiene él, pero quizás con mayor frecuencia. Las horas transcurren lento para un hombre al que ochenta años acompañan su cuerpo y pueblan su rostro de bellos surcos que acentúan cada una de sus expresiones, por reducidas que sean. Aunque su carácter es tímido y reservado, su universo interior es rico y generoso. Por eso la gente lo aprecia y sus vecinos lo saludan; más que por costumbre, por afecto del bueno, de ese que requiere tiempo para fraguar y tornarse consistente. Así es Don Carlos y su digna humanidad, otoñal y parsimoniosa, muy a pesar de la precariedad con la que subsiste. Diego, en contraste, tiene el vigor en su andar y en la mirada la chispa que da la juventud. Imprudente y bullicioso, en los días de verano se impacienta y da vueltas como un disco de vinilo al que le han adelantado las revoluciones, hasta que logra captar la atención de su amigo que serenamente le habla y logra calmar sus ánimos: Diego, Diego, ¿qué te pasa, Diego? 

Pero hoy es un día fresco y nada de esto ocurre. Si los dos respiran agitados, es porque a lo lejos ya se escucha el tintineo agudo de la campanita que da sentido a sus vidas y que anuncia la llegada de otro camarada, el vendedor de helados que hará una parada justo en la puerta de su casa. Ambos lo esperan con la misma inquietud de un niño que se va a la cama deseando el amanecer para levantarse y abrir los regalos que han dejado junto a su zapato los Reyes Magos. Pero en este caso, el genuino entusiasmo de todos sus días no hace que ni Don Carlos ni Diego olviden los buenos modales, así que su primera reacción es saludar al bien venido ofreciéndole una sonrisa que engrandece el encuentro. Y aunque siempre pide uno de coco, Don Carlos tampoco omite el ritual de preguntar a Diego de qué sabor quiere su helado. 

Verlos juntos es como observar que, de pronto, la sabiduría se convierte en algo asible. Carlos le ofrece a Diego la seguridad de un modesto hogar y éste, regresa los cuidados transformados en una energía contagiosa y en acompañamiento que alivia la opresión causada por la vejez, la pobreza o el abandono. Lo que a estos dos seres les sucede es lo mismo que al resto: les pasa la vida. Pero la suya está asentada en el presente y no es de modo alguno digital, sólo es vida. Así de llana, compuesta de placeres tan comunes como el helado que disfrutan. Ninguno sabe de redes sociales ni de subir videos a YouTube. Extraen sus aprendizajes del cotidiano, de la convivencia al atardecer con los que tienen cerca, de las breves y calladas, pero siempre saludables caminatas por el barrio. Lo suyo, lo realmente suyo, es ver, escuchar, oler, probar y sentir. Tanto Don Carlos como Diego responden a los constantes estímulos del entorno, al asombro que puede traerles cada amanecer y a lo mismo que apela el cineasta Abbas Kiarostami en El sabor de las cerezas (1997). La gran diferencia con la película es que, gracias a Diego, Don Carlos nunca ha sentido la necesidad de pedirle a alguien que se comprometa a enterrarlo. 

En esta época, cuando Slavoj Žižek, sin eufemismos, señala que “la gente está drogada, dormida y hay que despertarla”. Cuando afirma que “vivimos un solipsismo colectivo: todos conectados pero todos aislados”, es bueno saber que con probabilidad en regiones de lo más diversas viven otros personajes igual de invaluables que Don Carlos y Diego, su perro, que en las cosas simples encuentran el mejor satori y en lo marginal de una sociedad egocéntrica y capitalista se las han ingeniado para mantener imperturbable este paraíso austero de techos oxidados. Sus vidas son citables porque nos remiten a lo más esencial, a cosas imprescindibles para evadir las trampas de un mundo que recibe el 2019 con más teléfonos móviles que habitantes, y donde, por absurdo que sea, cada individuo intenta ocupar tanto espacio que no deja hueco para que alguien más pase y lo acompañe, nos acompañe. 

Hay ciertas ocasiones, hoy es una de ellas, que se debe escribir y hablar como canta Rubén Blades, con la emoción apretando por dentro para purgarnos un poco de esa frialdad y soberbia que obnubilan el espíritu, que extravían a unos y otros y han convertido nuestras ciudades en un tipo de báratro del que no logramos salir porque tampoco alcanzamos a ver que detrás y delante hay más seres humanos (iguales a nosotros) que constituyen el puntal para alzar el vuelo hacia nuevos horizontes. 

Es primero de enero, desafiemos a Joaquín Sabina permitiéndonos que no sea tan gris como un jueves cualquiera.

Fotografía G. Serrano (2015)

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Bitácoras anteriores:
Bitácora del barrio 63: Me acuerdo (o lo que 2018 nos dejó)
Bitácora del barrio 62: Pan de vida
Bitácora del barrio 61: Entre lo público y lo privado
Bitácora del barrio 60: Insignificancias que nos dan sentido
Bitácora del barrio 59: Suficientemente cerca
Bitácora del barrio 58: Decir, mirar Lavapiés
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